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Fe cristiana y cambio de paradigmas

A Manuel Ossa lo conocí (por intercambio de correos) cuando dedicamos un curso en ATRIO [2009, accesible con clave “Anel” o en abierto], moderado por JA Herrero del Pozo, para leer y comentar el libro de Roger Lenaers que él había traducido. El año pasado reconecté con Manuel, publicando un artículo suyo al que precede una breve síntesis de su biografía. Supe entonces que era solo dos meses mayor que yo y tenía un itinerario muy similar de búsqueda existencial del sentido último del Todo y del pequeño chispazo del Yo. Él ha podido escribir este texto luminoso para su Centro Ecumenico. Yo lo publico en ATRIO, haciéndolo totalmente mío, como invitación a una seria comunicación sobre nuestros itinerarios personales de búqueda. Y quisiera extender la invitación  también a todos los participantes de la V CONSULTA SOBRE EL CONCEPTO DE DIOS. Los dos estuvimos presentes, más bien callados, pero escuchando a todos y procesando todo en nuestro corazón y nuestra mente de ancianos. AD. 

Estamos hoy aquí para discutir sobre el quehacer posible de un nuevo Centro Ecuménico. Nos planteamos la pregunta desde nuestra actual situación social, política y religiosa. Cada uno la vive y la construye con matices distintos. El compromiso de hacerlo inspira estas reflexiones y las orienta.
Manuel Ossa Bezanilla, 16 abril 20, 2024

I

En busca de Dios —  hitos históricos  de una comunidad de búsqueda

Desde niño he estado buscando a un Dios que se me escondía detrás de las palabras y rituales domésticos, los de mi madre, mi abuela, mi padre, mis profesores… y de la belleza de un cielo estrellado en verano.

Además lo busqué …

  • en escritos de místicos como Juan de la Cruz, Teresa de Ávila, Teilhard de Chardin;
  • en reflexiones de filósofos, desde los presocráticos hasta Husserl y su escuela de ontología fenomenológica, con Heidegger, Jean-Paul Sartre y Paul Ricoeur.
  • Examiné la aportación de Alain Badiou, lacaniano y marxista, en la interpretación de San Pablo como activista y portavoz de una Verdad que “acontece” en cuatro esferas de la actividad o práctica humana, produciéndose así una ruptura en el proceso vital del ser humano que así sale de su animalidad.
  • Estudié el “mesianismo” en Giorgio Agamben y en la interpretación judaica del evangelio de Juan que llevó a cabo Ton Veerkamp con un grupo de teólogos alemanes en el equipo de la revista Texte und Kontexte.
  • Leí obras del filósofo y cientista político Gianni Vattimo con importantes aportes en la reflexión sobre el poscristianismo y la “ontología débil” propia de los herederos de quien se “anonadó” a si mismo reclamando la figura del siervo. Todo esto en paralelo o discordancia con la teología católica contemporánea, la de la liberación.

No lo encontraba… y me angustiaba en la duda y desesperanza.

Adónde te escondiste,
Amado,
y me dejaste con gemido?

Como el ciervo huiste
habiéndome herido;
salí tras ti clamando, y eras ido.

 Y todos cuantos vagan
de ti me van mil gracias refiriendo
y todos más me llagan
y déjame muriendo
un no sé qué que quedan balbuciendo

 Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz

***

Trataré de trasmitir aquí el resultado parcial de una búsqueda que no se acaba. Lo he entresacado de apuntes tomados de conversaciones o de lecturas como las recién mencionadas. En ellas he ido atisbando a un Todo que colinda con la Nada de mi propio estar presente: pertenezco a un Todo que no abarco. y mi pregunta viene desde la Nada en que parece sumergirnos ese mismo Todo…

 

Angustia existencial como situación dominante en el presente

Creo que desde mediados del siglo pasado hasta la fecha, la característica principal de la sociedad mundial es una angustia grande y compleja. Nuestra  fe cristiana atraviesa también el desierto de la angustia, por la pérdida de muchas de nuestras persuasiones más arraigadas.

Nuestra fe en Dios está amenazada por la aparición de nuevos esquemas mentales, visiones del mundo y paradigmas científicos y culturales que echan por tierra todas nuestras representaciones anteriores.

Expondré aquí como veo el origen de esta crisis

En nuestra cultura occidental, plasmada por el pensamiento grecolatino de Aristóteles y Platón, se busca la objetividad. Sólo un sujeto cuya razón se haya liberado de todo vínculo con el objeto es capaz de alcanzar la objetividad y proclamar que un juicio es verdadero. 

Este requisito ha estado vigente en las ciencias desde Galileo Galilei pasando por Darwin hasta Descartes y Newton. La condición separatista se opone a la concepción unitiva de la filosofía y mística orientales. Si bien Leibniz había llamado la atención sobre el vinculum substantiale que une a las mónadas en  un Todo, las ciencias naturales del siglo 19 enfocaron sus investigaciones hacia los entes particulares y describieron sus cualidades desde un  punto de vista más bien utilitario. Así creyeron descubrir que los átomos son las unidades más pequeñas de la materia. En 1869, lograron hacer una lista de 50 elementos clasificados por su peso atómico. Esa lista dio origen a la tabla periódica de Mendeleyev.

Pero en el pasado siglo XX, la investigación tomó un rumbo diferente al ritmo de los asombrosos experimentos y las nuevas teorías de la “física cuántica” elaborada durante el siglo XX por Max Planck, Louis de Broglie, Werner Heisenberg, Niels Bohr, Albert Einstein y otros. La nueva física que se descubría en el nivel subatómico echó por tierra muchos de los presupuestos de la física clásica, entre otros el de los átomos como las partículas materiales más pequeñas. Otras tesis de la física clásica que fueron superadas dramáticamente fueron la de causa/efecto, reemplazada por el cálculo de probabilidades, y la tesis de la distinción absoluta entre onda y partícula. La superación de ese dualismo imponía un cambio radical en la determinación de lo que es la luz y lo que son las energías eléctrica y electromagnética. Así se desvanecía igualmente el presupuesto determinista de Laplace (1814), reemplazado por el principio de indeterminación de Heisenberg.

Con estos cambios se echaban por tierra ciertos supuestos atributos del que era postulado como el Ser —o más bien— el Ente Supremo infinito y eterno, todopoderoso y creador que se llamaba Dios. Ya antes, en el s. XVIII,  Kant había criticado las “pruebas” de la existencia de Dios mediante el argumento ontológico de Anselmo de Cantorbery, según el cual un ser concebido como infinito en sus cualidades y perfecciones no puede no existir. Kant invalidaba este argumento como ontológico por apoyarse en una idea  — la de Dios— que carece de referente sensible: el Ente Infinito creado por la mente humana, no viene de una percepción de la sensibilidad. Las cinco “pruebas” de la existencia de Dios elaboradas por Tomas de Aquino sobre la base de las cinco causalidades teorizadas en la Escolástica caen, según Kant, bajo la misma crítica del ontologismo anselmiano.

En el siglo XX, Heidegger constata que el pensamiento occidental, a la siga del pensamiento científico, se había “olvidado” del Ser por ocuparse de los entes. En una intuición semejante se originó la proclamación de la “muerte de dios” preludiada por Nietzsche, proseguida por Heidegger, adoptada por Sartre, amplificada por la teoría de Darwin de la evolución de la materia, o enriquecida en parte desde 1960, primero por Lynn Margulis, en cuanto a la teoría de la victoria de los más fuertes, luego por la teoría de la “autopoiesis” de Humberto Maturana y Varela.

Este cambio de paradigmas fundamental se introduce por lo bajo en toda la cultura contemporánea: no hay seguridad en nada, no hay principios eternos. Hasta nociones tan elementales como la de un espacio que sea distinto del tiempo, van siendo reemplazadas por conceptos disruptivos, como la relatividad en la percepción del espacio-tiempo y la equivalencia de materia y energía según la ecuación einsteniana E = mc², donde E es la energía, m es la masa y c es la velocidad de la luz en el vacío.

A estos cambios en los paradigmas teóricos hay que añadirr una razón existencial por la que la angustia es una característica principal de nuestra sociedad contemporánea. El cambio de paradigmas ha traído el temor de la auto aniquilación del género humano mediante un estallido atómico en todo el planeta. En efecto, los principales representantes de la Escuela de  Frankfurt — Theodor Adorno, Walter Benjamín, Max Horkheimer, Herbert Marcuse, Jürgen Habermas, Oskan Negt, Erich Fromm,  y  otros— habían llamado la atención sobre la vinculación entre el estallido de la bomba atómica en Hiroshima y Nagasaki en agosto 1945 y la deshumanización utilitarista, comercial y militar del método científico. El primer resultado práctico de la física cuántica había sido el crimen político militar de Hiroshima y Nagasaki. Es la tragedia vivida por Robert Oppenheimer, uno de los científicos que colaboraron en el diseño, la fabricación y el ensayo de la bomba. Desde entonces vivimos en la angustia de la guerra atómica generalizada que pueda destruirnos como  humanidad. Kennedy y Jruschov sortearon una vez esta crisis de los misiles rusos en Cuba en 1962. Eran dos políticos con una visión histórica más amplia que sus respectivos pueblos. Pero lo que ahora pueda ocurrir a raíz de las guerras en Ucrania y en Gaza es  imprevisible.

A esta angustia se agrega la que nos produce el desgarro social que se experimenta y manifiesta en todas partes: migraciones en África, desde Senegal hacia Europa pasando por los muros europeos edificados en Libia; migraciones en América Latina desde Honduras, Venezuela y Colombia hacia los EEUU vía México; gue5555rra de suministros y soberanía en Ucrania a las puertas de Europa; guerra de exterminio genocida en Israel y Gaza…

 

II

¿Tiene la vida un sentido?

Todas estas angustias plantean el problema del sentido: ¿por qué y para qué existimos los humanos?

El sentido de la vida no se encuentra inscrito en ninguna racionalidad previa ni en una revelación venida supuestamente de afuera.

Es posible recurrir al sentido común para enunciar el sentido de la vida humana. Con tal de entenderlo como la referencia a nuestro ser en diálogo con otros, ahora y en la historia; o al tú de Martin Buber, que incluye el reconocimiento del nosotros comunitario. Ese sentido adquirido críticamente en común es muy distinto del que “se” vive en el cotilleo o la habladuría diaria, la del “uno” o el “man” (impersonal en alemán) que describe Heidegger que nos lleva a ser “en el modo de la dependencia y de la impropiedad (Uneigentlichkeit)” (SuZ, § 27, p.128).

En el siglo pasado, mientras todavía estaban vigentes los “grandes relatos” y Hegel y sus críticos dominaban el pensamiento, se pensaba en términos de “sentido de la historia”, o de ciclos de generación y decadencia de civilizaciones o culturas, o de la flecha de la evolución. Pienso desordenadamente en Spengler y el nacional socialismo, en Darwin y Teilhard de Chardin, en Karl Marx y Ernst Bloch…

Hoy nos hemos desencantado de esos grandes relatos y volvemos a preguntarnos, como en el existencialismo de la postguerra, por el destino individual y los componentes de libertad y determinismo que entran en juego para configurarlo.

Con las líneas que ahora escribo respecto a Dios o al sentido de la vida, no pretendo completar ninguna visión sistemático-dogmática, porque creo que en este tema nada puede llegar a consumarse, como ni tampoco en ninguna vida, sino en la historia, tal vez, de la humanidad, ésa que nadie logrará nunca abarcar por entero.

Se me ocurre que estamos todos de una manera u otra buscando el paraíso perdido, el de nuestra infancia, el de los pechos de nuestra madre, cuando todo parecía tan seguro, y Dios tenía ahí su lugar, inconmovible.

No volveremos a encontrarlo nunca a la manera del sueño infantil de dependencia segura.

No sé y no sabré nunca si hay una inteligencia superior, ni si ésta está inscrita en los átomos, las moléculas y las células. Creo que algo de eso hay, de ahí que tiendo a pensar con Spinoza —y tal vez con Teilhard— en términos de un panenteísmo no dogmático, volviendo a la cuna de la naturaleza (¿paraíso perdido?) que me va a recoger después de mi muerte, así como me dio a luz para mirarla durante un trecho de la historia planetaria.

Pero, más que en una cosmo- u onto-génesis, donde me he ido encontrando con algo así como el acontecer posible de Dios es en la tarea de la convivencia, con todas sus desilusiones y fracasos, pero también sus esperanzas. En esa tarea, en la construcción humana de un sentido y en la búsqueda del punto al que los anhelos​ de todos los vivientes parecen confluir, me parece ir descubriendo un signo de la energía divina que nos traspasa a todos y nos sostiene. Dios, entonces, no como persona, sino como el signo verbal o la manera de decir que la pena y el gozo de vivir y de vincularse con otros y otras no es un asunto baladí, sino que en todo ello hay siempre algo de absoluto y de importancia última o definitiva.

Lo que estoy escribiendo reposa en una ontología “débil”, como diría Vattimo, porque no hay más prueba que la persuasión íntima que llamamos tal vez fe o confianza. Y ésta se apoya nada más que en la propia experiencia y en las armónicas que ésta encuentra en las intuiciones y vivencias de otros seres humanos como los profetas, entre ellos Jesús, y los místicos, de que nos cuenta la historia.

 

III

Tarea fundamental de un nuevo Centro Ecuménico :

Reformulación de nuestra fe en el Dios de Jesús

Para llegar a un principio de reformulación he pasado por una “noche oscura” de críticas a las formulaciones tradicionales: la crítica histórica de Schweitzer y Bultmann, la crítica eclesial de Lenaers y Spong, la crítica psicoanalítica de Eugen Drewermann.

Durante siglos, la iglesia se había apoderado de la interpretación de símbolos que, cuando acontecieron como palabras y acciones liberadoras, trajeron consigo una explosiva toma de conciencia de grupos de hombres y mujeres de Galilea, Samaría y Judea.

Eran grupos con expectativas mesiánicas que se habían reunido primero en torno a Jesús y luego, después de su muerte, se pusieron en movimiento, impulsados por él y su memoria, e inspiraron y activaron sus vidas hacia una nueva visión de Dios y de las relaciones humanas. Esta visión era nueva, porque apuntaba a desbancar todas las divinidades empíreas y de ultratumba, y a su reemplazo por la esperanza en que una acción consciente y mancomunada de muchos lograría la instauración de relaciones de reciprocidad caracterizadas por la compasión, la justicia y el amor en el presente y el futuro histórico.

Los símbolos que fueron vehículos de esta visión y esperanza que debía realizarse en la historia, se fueron convirtiendo poco a poco en sustancias o cosas a-históricas o sobrenaturales.

  • Así, andando el tiempo y al impulso de factores políticos y culturales, Jesús dejó de ser considerado como el aldeano de Nazaret que tuvo una potente visión y misión transformadora y llegó a ser símbolo del ser humano por excelencia, para tornarse en un ser divino, venido desde fuera y vuelto hacia las afueras del mundo humano.
  • Dios y el Reino esperado por Jesús dejaron de ser entendidos como los percibía Jesús al decir: “cuando les digan que está aquí o allá, no hagan caso… porque es como el relámpago…” es decir, como aquello que acontece, fugaz pero hondamente, en cada acto de amor al prójimo. En vez de ello, se tornó de nuevo en un Ser Supremo, garante y vigilante del orden impuesto por la autoridad fáctica de los grupos de poder dominantes en la sociedad.
  • De igual manera, el “espíritu” de Jesús, que había sido símbolo de la energía, el entusiasmo y el gozo de la entrega a la situación y tarea humana de vivir y convivir fue sustituido por la representación de una supuesta “tercera persona” en la tríada del poder divino y social, “persona” o “sustancia” extraña a la humanidad, existente en sí, pero no en nosotros.

Todas estas dimensiones humanas fueron el fondo de la experiencia de Jesús y de su entorno inmediato. Ni Jesús ni sus discípulos disponían del instrumentario verbal adecuado para referirse a ellas en términos que dieran cuenta cabal de la novedad de su experiencia. Su experiencia era única e inédita, pero fue “editada”, por así decirlo, en imágenes y palabras que todavía traían el lastre de las viejas relaciones humanas que, sin embargo, esa experiencia nueva quería suplantar: las relaciones de poder, generadoras de injusticia, dominación y desigualdad. Así se explica que, a poco andar, la experiencia de Jesús comenzara a ser domesticada en y para la vieja morada de poder donde había habitado la humanidad desde casi siempre. A esa morada se la llamó “iglesia” y ésta volvió a ser un “templo” en honor del “dios” que legitima como “orden” al poder social y político de la riqueza y sanciona, como desorden, a quien se le oponga – un Dios, pues, muy distinto del que Jesús llamara su Padre.

Después de mi “noche oscura” puedo decir…

que para mí, Dios no existe, sino que acontece. Hay Dios cuando hay dos o tres reunidos en amor y esperanza para esta vida. El acontecer de Dios es el de su Reino. Entre Jesús y sus primeros seguidores, aconteció Dios de una manera muy especial y paradigmática. Decir que Jesús es Dios no es describir una esencia, sino apuntar a que tal vez en ese grupo de hombres y mujeres aconteció Dios como pocas veces en la historia de la humanidad: se abrió una esperanza para esta vida. Una esperanza, por lo demás, para la que no hay ninguna garantía “divina”, fuera de la “divinidad” de nuestra propia responsabilidad colectiva que responde a la chispa de esperanza que entonces se encendió.

 

Adoptar como también cristiano uno de los nuevos paradigmas,
el de la evolución de la materia

En una concepción evolutiva del universo la materia es un enorme despliegue de energía que lleva a producir vida en sus diversas formas ―uni- y multicelular, vegetal, animal, y consciente de sí en el ser humano, al que hasta ahora al menos conocemos como la punta de lanza de la evolución.

Así entendido, nuestro ser histórico ―con nuestro cuerpo consciente de sí― es una partícula del universo. Nuestro cuerpo viene de lejos y va más lejos que los límites de nuestra piel. Limitada en el tiempo, nuestra vida viene de antes y continúa después de sus limitaciones individuales, negando así que nuestra individuación ―materia quantitate signata― sea la característica fundamental de nuestro ser personas: lo es la comunidad en el acto de comunicarse y de vincularse de diversas maneras con el universo entorno.

La comunicación con el universo se realiza de diversas maneras a lo largo de la vida. A ella pertenecen todas las actividades y pasividades de los sentidos, desde el escuchar una melodía, aspirar un aroma, degustar una bebida o un alimento, mirar y admirar un paisaje, expresar amor a los demás en diversas formas de acercamiento corporal. El nacer y el morir son maneras ―primordiales y finales respectivamente― de comunicación con el universo. Al morir el individuo asienta su pertenencia a un Todo más amplio que sí mismo al cual vuelve, dejándose tomar y reabsorber por las fuerzas elementales que le dieron vida.

El gran cuerpo del universo en evolución al que pertenecemos recibe diversos nombres o se lo significa mediante diversos símbolos según cuál sea la construcción histórica de sentido en el que se lo busca expresar. Uno de esos nombres simbólicos es el de “cuerpo de Cristo”. Esta designación parte de la experiencia histórica que tuvo un grupo de personas en contacto con un judío que, por no vivir para sí, sino para los demás, hasta el punto de exponerse a la muerte por defender a los socialmente indefendibles fue considerado como excepcional y hasta divino.

Sus discípulos sentían que sus propias vidas se habían transformado adoptando la orientación de vida de Jesús, una orientación tan opuesta a nuestras tendencias más obvias, que sólo podía vivirse como lo hizo Jesús, es decir, viviendo como después de la muerte, o como si ya hubiera muerto ―como “resucitado” dijeron ellos. Por eso después de su muerte en cruz sintieron que él seguía viviendo en ellos de una mamera nueva, y en este sentido hablaron de un “Jesús mesías resucitado”, pues sentían que él seguía viviendo, actuando y transformando sus vidas conforme a la suya al servicio de la dignidad, la bondad y la justicia en un espacio nuevo donde se reunían y equiparaban todas las diferencias y enemistades ―vivían en ese espacio al que ellos llamaron “en Cristo, en mesías”, “vivo, no yo, mesías vive en mi” Gal. 2,20), el Jesús resucitado en la nueva vida de sus seguidores, su cuerpo era la comunidad.

Creer en Jesús-mesías es tomar conciencia de una fuerza mesiánica – es decir, capaz de emancipar y liberar las conciencias de los poderes económicos y políticos que las oprimen. Esta fuerza está a disposición de la humanidad. La toma de conciencia de ella la han realizado y realizan muchos que no son seguidores de Jesús, pues la fuerza mesiánica está a disposición de todos. Jesús se ha vuelto un símbolo mesiánico.

Tomar conciencia del potencial liberador y humanizador latente en grupos y personas, es un acto y un proceso que ha venido realizándose de diversas maneras a lo largo de la historia, aún sin Jesús, pues este potencial está a disposición de todos y no solo de Jesús y sus seguidores. Pablo de Tarso tuvo una experiencia original que le hizo tomar conciencia de esta fuerza mesiánica asociada con Jesús. Para Pablo de Tarso, esta toma de conciencia fue un “acontecimiento de verdad”1 que él relacionó con Jesús resucitado2.

Desde ese acontecimiento, la vida de Pablo se transformó en vocería ―o apostolado― de lo que podríamos llamar el “espacio mesías”, espacio singular y universal a la vez, en el que “no hay judío ni heleno, no hay esclavo ni libre, no hay hombre ni mujer, pues todos sois uno en mesías”(Gal. 3,28-29)3

Pablo vio que el tiempo mesiánico acontecía “en el tiempo de ahora”, (Rom. 11, 5) (en to nyn kairô) , y no en un tiempo (xrónos) escatológico, al final de los tiempos. Para Pablo, el símbolo de esa fuerza mesiánica fue Jesús ―“yo soy, a quien tú persigues”― un hombre que vuelve a la vida como mesías en la comunidad de quienes adoptan la que fue su opción de vida: anunciar y comenzar a realizar la liberación de los pobres, la humanización de los deshumanizados. Es pues la comunidad la que asume y continúa así la acción mesiánica, y lo hace con la fuerza que descubre en sí misma al experimentarse simbólicamente como cuerpo vuelto a la vida del mesías.

Que el mesías esté llegando en este tiempo, no significa que la redención se haya realizado. Pero ella está incoada y activa. El símbolo de la “resurrección” se está de alguna manera gestando en la tarea fatigosa e interminable de humanizar una sociedad de enemigos, para cambiarla y transformarla en una de hermanos. En esta tarea se colaborará con otros, echando mano de todos los medios al alcance, por provisorios y ambivalentes que sean, como los de la política, con tal que se orienten a la fraternización y no a la enemistad. Pero esta toma de conciencia se realiza en el seno de una comunidad de pobres y perseguidos, oprimidos o crucificados como lo fue Jesús.

Por eso, creer en Jesús mesías es tener el coraje de apostar a que lo débil y de poca entidad, los medios que no se notan o, por así decirlo, no existen, prevalecerán sobre los que el sentido común dominante considera fuertes e importantes, como el fraude, el engaño, o incluso la guerra (1 Cor 1, 27).

Creer en Jesús mesías significa considerar como revocadas por inútiles todas las separaciones y apropiaciones impuestas como obvias por la ley o la costumbre. Esto trae consigo abandonar la propiedad del espacio social en que nos ha tocado vivir a cada uno: sexo, raza, clase, religión – para encaminarnos todos, como resto indiviso, hacia la comunidad de la aceptación y acogida mutua; ser entonces varón o mujer como no siéndolo; católico como no siéndolo; de clase alta, media o baja como no siéndolo; blanco, mestizo o aborigen como no siéndolo… La nueva calidad mesiánica de esos espacios es ahora la de ordenarse hacia la tolerancia, la aceptación, la amistad, la solidaridad con todos y potencialmente de todos, esto es, hacia la comunidad mesiánica que ya se hace presente al menos en potencia y se vuelve a veces fugazmente experimentable, como algo que no está aquí, y sin embargo, porfiadamente, acontece.

Cuando la fe es proferida como conversión al mesías, vale como eco o reflejo de la palabra recibida; la profesión de esta fe no denota nada fijo ni preciso, ni dogma ni ley alguna. Como todo lo mesiánico, la fortaleza de esta profesión de fe radica en su misma debilidad. No tiene una receta precisa, sino que consiste en abrirse a la opción que en cada caso particular parezca deber inventarse o crearse, corriendo el riesgo humano del error. Nos confiamos en un crucificado de quien confesamos que “Dios ha resucitado”; lo confesamos como un símbolo, no como un saber, sino como una apuesta y un compromiso de amor por el semejante. Vivimos para esa apuesta, sin saber nada más.

El encuentro con Jesús mesías ha despertado y emancipado la subjetividad de unos grupos que se reconocen como liberados de toda ley, poder, doctrina o costumbre que ponga divisiones y separaciones entre los seres humanos, para acoger y configurar el acontecimiento de una comunidad de hermanos.

 

Liberados por Jesús mesías para resistir al poder

A la comunidad mesiánica se la espera y construye a la vez en la medida en que se van acogiendo sus manifestaciones parciales y se es fiel a ellas. Para serlo, la comunidad mesiánica se constituye como comunidad de resistencia contra todas las manifestaciones del poder político, económico o cultural (también religioso) que, para afirmarse como soberano, fomente las divisiones y luchas entre razas, culturas, clases y géneros, como lo hace el poder mediante el fraude, el engaño y la guerra.

 

 

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