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Reflexiones espirituales en Cuaresma, 3

Estoy este año 2024 releyendo y recomendando las reflexiones que aquí publiqué hace cinco años como Reflexiones cuaresmales. A a su vez reproducían lo que en forma de ejercicios espirituales había escrito para quienes se reunieron el 2017 en Lamiarrita, ya que aquel verano no pude ir personalmente para dirigirlos.

Hoy he releído la titulada Llegar a ser discípulo de Jesús. Veo por la entradilla que ya dudé si la publicaba entonces, por lo larga que resultaba para una entrada de blog y por el carácter tan personal. Eso me ha hecho dudar volverla recomendar ahora.

Tras ver por los comentarios de entonces que sí que fue leída y entendida mi reflexión, tras ver que hoy sigo pensando exactamente lo mismo y que he ido progresando en el doble movimiento indicado entonces (profundización de la fe personal en el hombre Jesús de Nazaret como camino, verdad y vida, y, a la vez, depuración y abandono bien consciente de algunas formulaciones doctrinales, normas y ritos que siguen imponiéndose en su nombre) he decidido recomendar hoy su lectura vivamente (incluido el hilo de comentarios), aclarando estos puntos:

  1. En abril de 2019 yo no conocía ni la existencia de ese matemático, Alexander Grothendieck, a quien en este lapso he leído mucho y me ha hecho estimar más el contacto, por sus libros y luego personal, que había tenido con Marcel Légaut. Aunque os canse, pero con la esperanza de que alguien emprenda la aventura de enfrentarse con sus libros de itinerario, no de doctrina, seguiré refiriéndome “oppotune et importune” (2 Tim. 4,2) a las vivencias que acercaron tanto a estas dos personas que tan bien supieron distinguir el conocimiento espiritual de la percepción carnal de lo circundante y de las construcciones intelectuales.
  2. Dentro de la línea de dar testimonio subjetivo (¡pero con toda la fuerza que tiene la palabra, no con la vanalidad de una ocurrencia o fantasía momentánea!) que tienen los dos, Alexander habla en primera persona siempre y Marcel utilizando en sus libros elaborados “el hombre” como sujeto de sus experiencias espirituales. Esto, además de hacer molesta la lectura hoy a mujeres que no entienden su poca sensibilidad (hace cincuenta años) al no utilizar un lenguaje más expresamente inclusivo, se debe a una mayor discreción ocultando lo exclusivamente personal de sus experiencias. Personalmente, como le pasa a Alexander, yo no puedo menos que hablar en primera persona de esas cosas, sin que por asomo se me ocurra hacer de ellas conclusiones generales para todos. Tal vez por eso escribo poco. Hasta que, a veces, me convenzo de que escribir en primera persona no siempre es señal de narcisismo sino humildad para delimitar el alcance de lo descubierto o creado espiritualmente.
  3. No quiero con estos escritos que proyecto hacer semanales liberarme de contestar a comentarios y cuestiones suscitadas en ATRIO. Con frecuencia me quedo con ganas de hacerlo, como a muchos comentarios de Isidoro o a Consultas como la hecha por el grupo promotor del No-teísmo. Lo haré cuando pueda. Pero, por ahora, reservo tiempo y esfuerzo en ir desgranando mis experiencia y reflexiones personales sin entrar en polémicas con otros.

Y finalmente, permitidme que os reproduzca aquí unas páginas de Alexander Grothendieck:

 

Alexander Grothendieck, La llave de los sueños o Diálogo con el buen Dios, NOTAS III, 351-357

20. Marcel Légaut – la masa y la levadura

(29 y 30 de junio 1987)

Sin embargo debería exceptuar [entre los místicos cristianos que aceptan a pie de la letra los dogmas] a Marcel Légaut. Claramente descubrió a lo largo de su propia vida espiritual ese mismo hecho crucial, que recorre como un hilo todo  su libro “El hombre en busca de su humanidad”, y más aún su libro capital “Introducción a la comprensión del pasado y el futuro del cristianismo” (que tengo la gran alegría de leer desde hace tres días). Sin decirlo en estos mismos términos, en él Légaut pone en evidencia que no haber sabido discernir esta exigencia esencial de libertad en la vida espiritual, en el verdadero sentido del término, es la causa de la “mediocridad” y de la tenaz esclerosis crónica que pesa inexorablemente sobre el pasado del cristianismo, a lo largo de los dos milenios transcurridos desde la muerte de Jesús de Nazareth.

Por lo que sé, Légaut es el primer pensador cristiano que ha tenido la profundidad y la autonomía espiritual para discernir en toda su dimensión esa exigencia de libertad, y el coraje de decirla públicamente y de vivirla. Por eso mismo, sin duda es el primero en comprender plenamente la verdadera naturaleza del mensaje y de la misión de Jesús, con todo su alcance y lo que le vuelve realmente universal. Por el mero hecho de existir, escrito por un cristiano y con ese espíritu de libertad, ese libro me da la convicción de que el cristianismo no está muerto ni moribundo (como tendía a pensar), sino que guarda en sí la fuerza espiritual para regenerarse en profundidad y para renacer.

El mismo Légaut, con la clarividencia del visionario, pero también con un rigor extremo y con humildad, muestra el camino de la renovación – no el camino de un rebaño de “fieles” a una letra muerta, sino el que cada creyente en Jesús debe descubrir a lo largo de su vida, en el secreto de su corazón y en la fidelidad a sí mismo. Para el creyente cristiano…

[Nota importante al pie: Yo no soy un “creyente cristiano”, y aquí sólo puedo hacerme eco de la experiencia de otro, en armonía con la mía pero diferente. Para Légaut, como sin duda para todos los cristianos en el pleno sentido del término, Jesús es el camino que lleva a Dios – que les lleva a Dios. Mi propia relación con Dios no pasa por el intermediario de una filiación espiritual. Jamás he tenido experiencia de una relación de filiación o paternidad espiritual, y tengo tendencia a mirar tal relación con un ojo muy crítico. El testimonio de Légaut, que vuelve sobre esa relación en diversos contextos y con gran penetración, me convence de que tal relación en el pleno sentido del término es posible aunque no lo parezca. Una tal relación se inicia y se desarrolla sin establecer una dependencia mutua entre el mayor espiritual y aquél que se inspira en él sin renunciar por tanto a sus posibilidades de autonomía espiritual, sino que por el contrario en ella encuentra una vía hacia ésta. En ninguno de los numerosos casos en que Dios se me ha manifestado, principalmente a través del sueño, se ha tratado directamente de Jesús, o del cristianismo. En cambio he tenido numerosos sueños sobre el Espíritu Santo. Pero aunque el término forma parte del vocabulario cristiano, lo que designa seguramente no está restringido a la realidad religiosa cristiana, como no lo está Dios. He notado que la ideología religiosa tácita de Légaut está, sin duda a propósito, incluida en un horizonte cristiano. Así, la idea del ciclo de nacimientos (es decir, trasmigración de las almas, creencia oriental que tenía Grothendieck, pero sin insitir en ella. AD)  claramente le es extraña o al menos inoportuna, hasta el punto de que parece que le es difícil concebir que se pueda hablar de ella seriamente. Por el contrario, parece que se ha desprendido totalmente de las ideas de paraíso e infierno, de “salvación” y condenación, tan profundamente ancladas en la tradición cristiana, y de las que (sin duda por un afán de discreción) no dice ni palabra en lo que he leído de él hasta el presente]

…se trata de encontrar el contacto vivo de una verdadera filiación espiritual con la persona extraordinaria que fue Jesús, encarnación perfecta de la libertad creativa en el espíritu, y de sacar de esa filiación adoptiva, de esa presencia espiritual de Jesús, la autenticidad y el coraje para acceder a su propia libertad creadora, y a su propio devenir, a partir del grado de desarrollo intelectual y espiritual en que se encuentre cada día. Según el testimonio de Légaut, tal contacto en las profundidades del ser puede hallarse gracias a lo que podemos aprender de la persona, del espíritu y del mensaje de Jesús a través de los apóstoles, que vivieron con él y cuya vida e incluso el ser fueron profundamente transformados por esa experiencia extraordinaria. Cierto es que hace falta mucha perspicacia psicológica y una gran autonomía espiritual, para separar lo esencial de lo accesorio y tomar en cuenta las inevitables deformaciones y prejuicios inconscientes en el testimonio de los apóstoles,; pero sobre todo para no dejarse limitar y encerrar por las elaboraciones doctrinales que sacaron de su fe viva en él, y que a falta de una madurez espiritual suficiente, confundieron con esa fe o presentaron como su fundamento intangible.

De ese modo, y por la inercia espiritual y la falta de flexibilidad y de iniciativa creadora de los que les sucedieron en las siguientes generaciones hasta hoy en día, el espíritu mismo del mensaje de Jesús y su alcance universal fueron profundamente falseados y mutilados. Desde sus orígenes, al igual que todas las demás religiones, el cristianismo se hizo molde institucional y doctrinal, pero además ha querido introducir en él a los hombres de todos los lugares y todos los tiempos. Sin embargo, la vida y la muerte de Jesús testimonian con elocuencia que su misión entre nosotros no pretendía el establecimiento de estructuras ni de doctrinas, sino que era de orden totalmente diferente. Nadie mejor que él ha sabido que un molde para la vida espiritual también es su muerte. Nadie mejor que él ha sabido sugerirlo con medias palabras – “¡el que tenga oídos que oiga!” –, en una época en que nadie estaba en condiciones de entender plenamente, sus discípulos no más que los demás(21). Vino a enseñarnos, no a romper necesariamente los moldes, sino a superarlos. No quiso ser ni siquiera inspirar un molde nuevo, sino ser el fermento que nos haga desbordar todo molde antiguo o nuevo. (Tanto si éste es propuesto o impuesto desde fuera, como si es invención de nuestro propio espíritu…)

Han hecho falta dos mil años antes de que un hombre se levante para testimoniar que ese fermento de libertad sigue vivo, que tiene la virtud de hacernos desbordar el limitado horizonte espiritual de sus primeros discípulos igual que el de cualquiera, por vasto que sea, y de actuar en la intimidad de todo hombre dispuesto a acogerlo.

Es cierto que aún hoy seguramente son rarísimos los, cristianos o no, que comprenden y viven plenamente la ardua exigencia de la libertad espiritual, aquellos para los que “la verdad” jamás está conquistada, jamás captada y encerrada en un pensamiento o en un escrito, por originales, por profundos, por inspirados y divinos, por “verdaderos” que sean; sino que cada día, incluso en cada momento, deben descubrirla, recrearla en su ser. Légaut nos hace ver a Jesús como el precursor, “grande entre los grandes”, que vivió en plenitud tal libertad y se dio la misión (23) de enseñarla, con su vida, con sus palabras (25), y sobre todo con su muerte, ignominiosa a los ojos del mundo, solitaria, plenamente asumida.

Y si el Crucificado se hubiera obstinado en volver a un país cristiano, por la gracia del Padre, para llevarle el mismo mensaje inoportuno, mil veces ya la cristiandad entera lo habría crucificado de nuevo, o colgado, apaleado, despellejado, quemado vivo delante de la masa de cristianos regocijados, por orden del Papa en persona y con la bendición de todos los apóstoles y todos los mártires y todos los santos y ¡ay! incluso los místicos, todos hijos muy obedientes de la muy Santa Iglesia (alias el “Cuerpo místico de Cristo”). Salvo que en nuestros días en que el fanatismo religioso, gracias al Progreso, ya no se lleva, sería encerrado en un calabozo como objetor de conciencia y sin molestar al Papa, y ponerlo así del modo más humano posible donde no moleste…

Al menos tal ha sido hasta hoy la extraña vía de la “Iglesia de Cristo”, poniendo fuera de la ley durante dos mil años el espíritu de cierto Jesús que no tuvo miedo de ser un fuera de la ley ya en vida, ni de que lo mataran ignominiosamente, cumpliendo con esa misma muerte su misión ardiente, solitaria, incomprendida, de libertad y de amor, para su propio cumplimiento y para el bien de todos. Tal ha sido la Iglesia que ha dirigido y moldeado y tallado a sus “fieles” en vez de ser dirigida por aquellos a los que llamaba y por su crecimiento, y de crecer con ellos por el mismo fermento que ella debía transmitir y que tan mal transmitió. Así ha sido y así es hoy en día, persiguiendo, bajo una etiqueta “espiritual”, los mismos bienes, prebendas, poderes, seguridades que las tecnocracias que con razón la han suplantado, tan ávida y tan ciega como ellas.

Sí, tan ciega, como ellas y como todos, a la demencial carrera en que nos hemos lanzado, que el hombre no quiere y ahora ya ni puede parar, abandonado a sus propios medios y a su avidez. El Día del Juicio, que antes estaba presente en los espíritus de todos los cristianos, en los que exaltaba una esperanza o una llamada, ya no es más que una figura retórica sagrada. Ya ningún creyente cree en él, en ese Día, después de esperarlo dos mil años (27). Pero yo, que no soy “creyente” de una Iglesia, sino un hombre solo y con las manos desnudas, veo esa carrera de destrucción y aguardo a que su sentido se cumpla, y desde ahora sé que el Día de la Verdad está cerca. Sólo Dios sabe quién será derribado, cual viga carcomida buena para quemar, y quién será preservado, pues la madera está sana.

[Nota al pie: Aquí, y hasta el final de esta nota, me he dejado llevar por afirmaciones de aire profético que sobrepasan lo que, con todo rigor, me enseñan los sueños proféticos, fiándome de interpretaciones personales de las que no pretendo sentirme totalmente seguro. Esos sueños no mencionan, ni siquiera por alusión en lenguaje simbólico, ni que el Día de la Tempestad será una hecatombe de muertos (de lo que no tengo la menor duda), ni a fortiori que es Dios mismo el que elegirá quién será derribado y quién vivirá (de lo que estoy igualmente convencido), y aún menos que esa elección se hará según la aptitud de unos y otros para participar en la renovación espiritual del Día de la Verdad, que ha de llegar justo después del Día de la Tempestad. Es probable que Dios no juzgue útil darnos revelaciones generales sobre este tema, vista la gran discreción con que Él acostumbra rodear Sus designios, y más aún cuando éstos afectan de modo esencial a Su relación con un ser humano particular. En este caso todos los hombres sin excepción estarán involucrados, e incluso en su supervivencia física, al igual que (si son “derribados”) en el destino a más o menos largo plazo que les está reservado en el más allá. En cuanto a la idea que me hago de la naturaleza de la renovación espiritual claramente anunciada en dos de mis sueños proféticos, no está incluida en el mensaje de esos sueños y debe ser mirada más como la expresión de una expectativa que una profecía que pretendiera la autoridad de una revelación divina].

Y sólo Dios sabe cuántos quedarán. Pero los que sobrevivan sabrán que ya no es momento de seguir ciegamente los pasos de nuestros padres, contentándonos igual que ellos con hacer como todo el mundo y como se nos dice que hagamos (todo lo más trampeando un poco por los bordes…). La senda del rebaño en la que nos habíamos extraviado desde la noche de los tiempos, tenaz supervivencia de nuestro humilde origen animal, llegada a su último fruto, será al fin superada.

A cada uno de nosotros le llegará el tiempo, en lo secreto de su corazón y a lo largo de toda su vida, de tomar nota al fin de una voz interior – una voz muy baja y sin embargo muy clara, cuando uno se toma la molestia de hacer el silencio y escuchar. Lo que le dice a uno es para él sólo, y no es lo que le dice a otro. Es la voz que el hombre que se llamaba Jesús supo escuchar mejor que nadie. Y es por eso por lo que, mejor que nadie, él ha sido el padre, y el hermano y el esposo bien–amado de Dios. Pues esa voz, en todo tiempo y en todo lugar evitada, ignorada, despreciada, no es otra más que la voz con la que Dios habla en secreto al oído de cada uno de nosotros.

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