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Consciencia: el hilo conductor del Universo, 2

La cuestión del panpsiquismo

En un artículo anterior, mostraba que muchos sociólogos y filósofos debaten sobre la emergencia de una nueva época en el desarrollo cultural de la humanidad: la época de la revolución digital. Continuando el anális del libro de José Luis San Miguel de Pablo en un ensayo recién publicado: Consciencia. El hilo conductor del universo, nos encontramos con una cuestión trascendetal hoy para entender la consciencia: la hipótesis del pansiqismo. LS.

     Al final del denso ensayo, su autor concluye: “Yo diría que no lo es metafísicamente, pero que sigue habiendo razones poderosas para el escepticismo, tanto a corto como a medio plazo. Ciertamente tanto un ser vivo como un ordenador están hechos de materia y energía, y por lo tanto sus “componentes elementales” podrían contar con un lado reverso de interioridad”.

¿Por qué los seres vivos poseen interioridad?: la cuestión del panpsiquismo

        Para el autor de este ensayo, el filósofo John Searle, en una célebre controversia que mantuvo hace ya tiempo con David Chalmers (defensor de un tipo de panpsiquismo), emitió una opinión tajante. “La consciencia –dijo- es ante todo un fenómeno biológico y está tan confinada dentro de lo que constituye su propia biología como puede estarlo la secreción de la bilis o la digestión de los hidratos de carbono”.

        Y, sin embargo, a lo largo de los años transcurridos, cada vez más estudiosos del tema le han ido dando la razón a Chalmers y quitándosela a Searle: un panpsiquismo raíz como explicación última del “problema fuerte” de la consciencia no solo no puede ser excluido sino que aparece como la más verosímil, la que menos contradicciones lógicas plantea.

 

El pansiquismo no ingenuo, con pretensiones científicas

        El profesor San Miguel reconoce ser una de las personas que asumen un panpsiquismo no ingenuo (es decir que no implica creer que los electrones sean una suerte de duendecillos danzantes y juguetones) presente en los fundamentos de la physis. Que nos resulte inconcebible que el electrón tenga una protointerioridad, e incluso que el espacio-tiempo y la energía puedan ser solo el lado objetivo o fenoménico (es decir, el percibido por nosotros, focos de consciencia) de lo que sería, por su ”lado reverso”, un campo de consciencia, no me parece una objeción de verdadero peso, pues ya deberíamos estar acostumbrados a las dificultades de concebir unas paradojas cuánticas que parecen ilustraciones perfectas de los koan del budismo zen.

        Pero es que, además, la totalidad de los dispositivos informáticos, incluidas las IAs, son fabricados para satisfacer los fines de sus hacedores. Carecen, por tanto, de la autofinalidad que caracteriza a los seres vivos, hasta los más elementales, que son agentes autónomos como los denomina Stuart Kauffman. Y todas las especulaciones sobre la robótica, desde Asimov hasta el miedo actual a un desbordamiento de la humanidad por unas IAs super-avanzadas, tiene que ver con la posibilidad o imposibilidad de que la tecnología sea capaz de crear agentes autónomos verdaderos, pues solo eso supondría realmente crear vida, ya que únicamente ella implica esa autonomía radical.

Salir de las apariencias engañosas

        En el ensayo se plantea cómo podemos salir del laberinto de las apariencias engañosas que nos impiden reconocer lo que es. Surge de entrada la pregunta de si podemos reconocerlo con absoluta certeza en algún caso, y la respuesta es la misma que encontró Descartes, aún más simplificada: no “cogito ergo sum” sino solo “sum”, soy como pura experiencia directa de ser. Puede que sea imposible acceder al en-sí de las cosas, como pensaba Kant, pero todos accedemos al en-mí, puesto que todos vivimos la propia luz de ser en primera persona. Esto es, por tanto, una certeza absoluta que, a algunas personas, -como al autor-, les lleva a mirar con conmiseración a los negacionistas de la consciencia.      

Estudiar la realidad desde otras perspectivas epistemológicas

        Pero el problema de estos no es exclusivamente suyo. Lo tiene la tradición filosófica occidental mayoritaria, que siempre ha entendido la razón como “cadenas de razonamientos” (lo que hoy llamaríamos procesos algorítmicos) sin darse cuenta de que el resultado final de acceder a una compresión (si es que tal cosa sucede) es intuicional en sí mismo, es un insight que se produce en el foco central de consciencia del sujeto cognoscente.

        Sin embargo, también puede suceder que cualquier recorrido lógico esté de más, debido a la inmediatez del objeto, y más en el caso trivial en el que este no existe por tratarse del foco de consciencia mismo en el que tiene lugar cualquier acto intelectivo de auténtica comprensión. Cuando el recorrido epistémico sobra y la comprensión es captación en un insight estamos ante lo que se puede llamar una experiencia mística elemental, por más que su sola mención resulte problemática debido a que en Occidente este tipo de experiencia cognitiva se vincula con el confesionalismo religioso.

 

Comprender la realidad desde tradiciones de Oriente

        Con ello se la arranca de su lugar natural que es el modo de comprender genuinamente filosófico. El caso de las tradiciones espirituales de Oriente es distinto. El dharma central en estas, cuya fundamentación no es fideísta sino que implica el arte de la introspección, conduce a quien persigue la liberación a reconocer que su luz interior es una realidad innegable y absoluta, indistinguible de la Realidad Absoluta, con mayúculas. Atman (el Espíritu) = Brahman (la Divinidad).  Los más antiguos Upanishads describen este descubrimiento interior con una fórmula extremadamente simple: Tat Tvam Asi. Tú eres… ¡esto! A lo que los comentaristas actuales suelen añadir: ¡con un chasquido de dedos!

        La confusión de nuestra luz esencial con el ego psicológico, y el sometimiento total a las insaciables exigencias de este, es el corazón del laberinto por el que deambulan errantes los individuos y la humanidad en su conjunto. Un laberinto que existe desde hace milenios pero que últimamente se ha hecho más oscuro y denso. Uno de los factores clave de la densificada forma actual del laberinto viene determinado por el ansia egoica de tener una identidad perfectamente definida, inmutable y, sobre todo, separada –una identidad superficial y falsa que eclipsa a la genuina- enfatizando obsesivamente la adscripción nacional o religiosa, el género, la etnia, etc.

        Esto, que ha adquirido una dimensión patológica y se ha convertido en el factor absolutamente condicionante y esencial de la vida de muchísimas personas, es una forma de avidya que tiene la particularidad de transitar de lo individual a lo colectivo dominando a grandes grupos humanos, mientras los individuos viven convencidos de que no son nada fuera de su pertenencia a tales grupos. Es el nivel de afiliación de la conocida pirámide de necesidades de Maslow, el nivel de los identitarismos en el que el yo se afirma por su distinción nítida del resto, un nivel cuya presencia hoy en día ha estallado literalmente, por la acuciante necesidad insatisfecha de ser.

 

Darse cuenta de que “somos”

        Pero hay una manera de satisfacer esa necesidad que no implica separación sino, justamente, el reconocimiento de una realidad última común. A los humanos y más allá: a todo lo viviente. Consiste en darse cuenta de que sencillamente somos. No nada en particular. Somos.

        Se trata de un modo de acceder a nuestra identidad profunda muy poco “occidental”, que evoca de inmediato la imagen de un maestro indio de sabiduría en meditación (postura del loto, ojos cerrados, mudra del índice y el pulgar formando un círculo…) y provoca la sonrisa o la burla de los biempensantes. Sin embargo, millones de occidentales siguen ya ese camino, con o sin mise en scène oriental (que no es imprescindible).

        Por citar a alguien ampliamente respetado entre nosotros, mencionaré a Pablo d’Ors y su mediático ensayo Biografía del Silencio.  No se trata de acceder a un estado diferente de conciencia, sino tan solo de darse cuenta de cuál es el fondo del estado común de conciencia en la vigilia, e igualmente de cualquier otro estado, como el de duermevela o el de los sueños. Se le puede llamar “consciencia pura”, “espacio de subjetividad” o, como yo prefiero, “la luz de ser”. Pero da igual, porque hay que tener la experiencia, y a ello se incita reiteradamente en Consciencia, el hilo conductor del universo.

        Entonces se ve que esa luz es algo absoluto, y que sus “apagados”, como los que (quizás) tienen lugar en el sueño profundo o bajo anestesia general, son aparentes, y es por eso que, cuando suceden, el tiempo subjetivo se anula y el momento de la inmersión en la inconsciencia coincide con el del despertar o con el inicio de una experiencia onírica en la fase REM del sueño.

        ¿Quién puede asegurar que la muerte no es eso, en lugar de una nada… en sí inexistente?

        Muchas preguntas nos pueden desconcertar, pero es necesario – como afirma Chalmers, mantener la mente extendida.

      

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