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Edith Bruck: El pan perdido y la memoria intacta

Felisa Elizondo nos presenta en este artículo el último de los libros de una extraordinaria superviviente del Holacausto, Edith Bruck, de 90 años. El libro no está aún traducido al español. Pero ATRIO, tras ver la importancia y actualidad que tenía, ofrece al final de lo escrito por Felisa, la traducción de la Carta a Dios, último capítulo del libro, de especial importancia. En este texto se concentran las preguntas sobre Dios heredada de sus antepasados que han permwnwcido sin respuestas a lo largo de su vida. AD.

          Al celebrar el Día de la Memoria cada aniversario de la liberación de Auschwitz, países como Italia quieren restañar de algún modo la herida incurable que guardan en la suya los pocos sobrevivientes que pueden hablar en nombre propio del horror de los campos de la muerte. Este último año atravesaba el umbral de la residencia del papa una anciana escritora judía, Edith Bruck, que devolvía la visita que anteriormente él le había hecho entrando en el portón de su domicilio romano.

          Con motivo de estos encuentros su nombre, conocido en aquel país por sus libros y entrevistas, ha saltado a más medios que se han hecho eco también del prestigioso Premio Strega, concedido a II pane perduto (El pan perdido), su último libro. Un libro sobre lo padecido en la Shoah a partir de que “un golpe le privó de la infancia”, en frase de Lelo Risi, su compañero durante más de sesenta años.

          Estamos así ante una autobiografía breve que es la historia de un sufrimiento difícil de decir e imposible de curar, a juicio de la propia autora, al que nos deja asomarnos en las apenas 126 páginas, escritas con voluntad de decir limpiamente lo que vio y oyó, y en las que se trasluce a veces una sensibilidad poética. Un relato que comienza, como reza el título, con el lamento por el pan no horneado que obligaron a abandonar unos gendarmes húngaros al servicio del nazismo.

 

En nombre de los silenciados

          Edith Bruck es húngara de origen pero escribe en italiano porque en ese país y en esa lengua encontró “el lugar” que le había sido primero arrebatado con violencia y luego negado. Es, sobre todo, una sobreviviente ya que, como ella misma asegura, hay mucho de indeleble en la marca de Auschwitz, “de donde no se sale”. Por eso, después de vencer la decepción de no ser apenas escuchada en la inmediata postguerra, se ha sentido urgida a narrar una y otra vez su entera verdad en nombre de los que no pudieron hacerlo. Reconoce que narra para pagar la deuda, contraída con quienes le advirtieron antes de morir en la lager, que difícilmente iban a creerle a la vuelta de aquel infierno, como ha sucedido en más casos. Además, en más de una ocasión, vuelve a evocar con emoción contenida el temperamento y rasgos de sus padres, también víctimas de aquella tragedia, pues no hacerlo –dice– supondría “olvidarse de sí misma”.

          Si se han seguido, como oyentes o lectores, las intervenciones de esta mujer de entereza admirable ya nonagenaria, no se puede dejar de pensar en otro testigo de excepción: Primo Levi, el judío turinés, autor de Si esto es un hombre, del que fue amiga y a quien quiso apoyar en su desesperanza hasta el final. Como él, ha escrito y hablado para narrar lo inenarrable y aliviar en algo la “culpa” de haber sobrevivido.

          Asegura que con ello obedece a un deber ineludible que comparte con otros deportados: prestar voz al silencio de los miles de hombres y mujeres a los que vio morir en los campos. Ha querido hacerlo con un sentido de la justicia que, en su caso, hermana con una profunda “piedad”, palabra noble y recurrente en una víctima que desconoce el odio. Así, desde tiempo atrás, ha vuelto sobre lo vivido, aunque hacerlo aflorar le siga costando una fatiga que se acentúa con los años. El suyo ha sido un doloroso “narrar por necesidad”, lo que añade peso a un decir preciso y poético a la vez. Escribe y recorre escuelas y foros para que en las siguientes generaciones no falten “testimonios de los testimonios”, es decir, para que la memoria de lo que aconteció pueda durar a través de quienes aún pueden oír a los que han sobrevivido.

          En su memoria, a lo inhumano de los campos se suma el dolor de la incomprensión encontrada en los suyos al regreso al país de origen. Y se añade la ofensa de quienes decenios después han llegado a negar el horror del Holocausto.

 

Desde un pueblo olvidado de Hungría

El libro referido esta accesible ahora solo en Amazon

          Edith Steinschreiber –su apellido original– nació en 1931 en Tiszaberce, una pequeña población del este de Hungría, cerca de Ucrania.  Era la menor de seis hermanos en una familia de judíos pobres. El libro – aún no traducido –se inicia como comienzan los cuentos: “Hace mucho tiempo, había una niña que, al sol de la primavera, con unas trenzas rubias que se balanceaban, corría descalza sobre el polvo tibio…”. Y en el retrato de la infancia se reflejan la viveza y la rebeldía de Ditke –nombre familiar– y el ambiente, casi medieval, de una pequeña población donde los judíos llevaban una existencia precaria, si bien no muy distinta de otros grupos religiosos.

          Pero si en los años escolares no faltaron episodios de un antisemitismo ancestral, la tragedia estalla con la llegada de gendarmes húngaros de obediencia nazi, el desalojo brutal y apresurado, y el traslado a una sinagoga donde se apretaban otras tantas familias judías. Lo que aquella irrupción violenta comportó se expresa mejor que nada con el lamento de la madre por el pan que quedó sin hornear, toda una metáfora de la vida rota.

          Edith ha rememorado en varios momentos, y lo hace también en páginas escritas con plena lucidez y con la serenidad de sus ya muchos años, la tortura de viajes y marchas obligadas hacia destinos desconocidos. Y deja percibir cómo, a los horrores de los varios campos de muerte por los que tuvo que pasar, se sumó el dolor, impensable e impensado, de no ser acogida cuando al fin pudo regresar a su antiguo lugar. En sus relatos, y en este último, engarza penalidades y decepciones hasta la llegada en 1954 a Italia, el país soleado y hospitalario “que le ha dado mucho más que el pan de cada día”, donde encontró a Nelo Risi, el poeta y director de cine con el que ha compartido la vida hasta su fallecimiento en 2015.

          La suya es una personalísima manera de hablar sobre el horror padecido, pero también sobre las briznas de ternura y algunos raros gestos –lucecillas de esperanza las llama ella–   en los que apareció un asomo de bondad. En el relato queda patente lo que los humanos, “débiles” –varias veces calificados comprensivamente así– han sido capaces de hacer. Pero reconoce también que, gracias a que no todo fue brutalidad, pudo seguir con vida en medio de la mayor negrura. Insiste en que ni la revancha ni el odio han empañado la sincera y admirable piedad que siente y muestra por cada ser humano. Una comprensión, la suya, que no contradice su convencimiento de que conocer la verdad del pasado ayudará a no recaer en la inhumanidad, siempre al acecho en la historia.

 

Un éxodo sobre raíles

          Deportada en 1944, poco antes del final de la Guerra a Auschwitz y separada al llegar de su padre y hermano menor, en la grisura del campo dejó muy pronto de ver a su madre. Con sólo catorce años y una hermana algo mayor, en meses sucesivos, por caminos sembrados de cadáveres, pasó por Dachau, Khristianstadt y Belgen Belsen, de donde ambas fueron liberadas por los aliados en 1945.

          En sus recuerdos, hambre, agotamiento, suciedad y brutalidad en el trato recibido forman una secuencia atroz, que prosigue con la visión de la casa destruida, y el sentimiento de ser una carga para los familiares reencontrados, la vergüenza de pesar sobre la pobreza, agravada por la guerra de quienes hubieran tenido que abrazarla. Aquella desolación probada tras el regreso a una Hungría devastada, le llevó a probar suerte en Eslovaquia y a embarcar hacia el naciente estado de Israel donde un hombre le dio su apellido para evitarle el servicio militar obligatorio.

          Sufrió una nueva decepción en la “Tierra Prometida”, la tierra de los sueños de su madre cuya religiosidad llamó siempre la atención de Edith, que en su adolescencia consideraba solo fábulas las historias bíblicas que narraba, y a la que llegó a reprochar sus continuas plegarias. Una madre a la que la pobreza obligaba a ser parca en gestos de ternura y de la que fue separada a la entrada del campo. Una madre en cuyo recuerdo Edith ha escrito páginas inolvidables. De hecho, su Lettera a la madre y el poema dedicado a la tristeza de un padre agobiado por la penuria muestran un amor mucho más hondo que la agudeza de una adolescente soñadora y rebelde.

          Sola, y de nuevo en Europa, realiza trabajos muy variados para subsistir hasta que en 1954, después de formar parte de una compañía de ballet, llega a Italia, donde conoce a poetas y escritores y entabla amistad con Primo Levi, que le invita a escribir sus recuerdos del genocidio y al que sostuvo en los momentos de depresión que le llevaron a un final triste. Finalmente, en Roma, encuentra también al que será su inseparable compañero y comienza a escribir dando cauce a un deseo sentido desde la niñez como una necesidad punzante.

Ya en 1959 sale a la luz Chi ti ama così (Quien así te ama, traducido al español solo en 2015), que es su primer testimonio escrito del espanto nazi, al que seguirán otros retazos de la historia vivida y unos cuantos poemas.

 

Piedad, gratitud y una carta abierta

          En muchas páginas y en el decir pausado de esta anciana que baja la mirada al narrar con justeza y serenidad un dolor prolongado se advierte la piedad con que, a pesar de todo, sigue tratando lo humano y a los humanos. Con la lucidez y la serenidad de los años sigue narrando lo que hombres y mujeres, débiles –varias veces calificados comprensivamente así– han sido capaces de hacer porque el olvido podría derivar otra vez en inhumanidad y atrocidades. Reconoce como innato su conmoverse a la vista de ancianos y desvalidos, y más de una vez ha confesado con tono agradecido no haber caído en la tentación de delatar ni de buscar la revancha sobre algunos kapos o soldados que conoció en aquellos campos.

          En bastantes ocasiones, la autora se ha dejado preguntar por el que considera un tema delicado, íntimo, y ha recordado que para ella cuenta el antiguo precepto hebreo de no decir “Dios” en vano. En una entrevista reciente le preguntaban si el de Dios era un horizonte totalmente cerrado. Su respuesta ha sido que sus orígenes y su infancia no dejaban de contar y proseguía: “Hay un Dios totalmente mío al que llamo buscando respuestas que no he tenido. Es también ese un modo de volver a la fuente de mis pensamientos no expresados y de los deseos nunca cumplidos”. Se trata –añadía– de un interrogante que le ha conducido a no odiar: “el odio llama al odio”.

          El pasado año, antes de cerrar su último libro, Edith ha dejado una Lettera a Dio, en cinco páginas escritas en el lenguaje directo de la invocación. Son páginas que no se pueden leer sin emoción, en las que deja constancia de una búsqueda que no ha concluido. Consciente de lo avanzado de sus años, vuelve a la pregunta que afloraba ya en su infancia. Se dirige al que es “el mayor misterio” y “Grande Silencio: “nella Bibbia Haschem, nella preghiera Adonai, nel quotidiano Dio”. Y a ese Dios que apenas se atreve a nombrar agradece no haber cedido al odio y pide tan solo que le sea conservada la memoria, que es “su pan cotidiano”.

          No es extraño que este breve texto haya impresionado al papa Francisco, como era de esperar en un lector tan sensible. Y que se lo haya hecho saber expresamente a la autora en el encuentro reciente.

 

Carta a Dios

Desde la primera carta que te escribí en mis pensamientos a la edad de nueve años, ¡han pasado ochenta años! Y sentí que me sonrojaba tanto entonces como hace dos noches por la misma idea que nunca me ha abandonado.

Me pareció una blasfemia que nunca pronuncié, tal vez una insolencia o una locura lúcida. Pero ahora te escribo de verdad, mientras pueda ver.

Te escribo a Ti, que nunca leerás mis garabatos, nunca responderás a mis preguntas, a mis pensamientos de toda la vida.

Los pensamientos elementales y pequeños, los de la niña que hay en mí, no han crecido conmigo, ni han cambiado mucho. Tal vez tenga que poner en páginas lo que he acumulado en mi mente porque el destino me está privando de la vista. Ya me cuesta descifrar mi letra torcida y mis trazos de borracho, pero tengo prisa, el tiempo se acaba. Estoy notando que cada palabra y cada línea tiende cada vez más hacia arriba y quién sabe si no llega a Ti, si estás ahí o si estás hecho de silencio, de invisibilidad y sin imagen para tu pueblo al que pertenezco. Hija de una madre que te dirigía más palabras que a los seis hijos y de un marido culpable por ser pobre.

Hijos que mi madre pensó que Tú le habías dado y se dirigió a Ti pidiéndote de todo: zapatos, abrigos, harina, carne para el santo sábado, y azúcar en lugar de sacarina para nuestro té en la cena. No había nada que no te pidiera: leña para la fría estufa, un nuevo techo para la casa, una primavera temprana, un invierno menos duro y botas para papá, y que el barro arcilloso no le desgarró las suelas durante sus viajes de negocios y que no volvió, como casi siempre, con las manos vacías.

Debo confesar que me irritaban sus peticiones, me enfurecían sus constantes conversaciones contigo, que ni siquiera la ayudabas a librarse del estreñimiento y que, toda roja de esfuerzo, estrechaba mis manos invocándote.

Pensé que en esa cabaña de madera podrida ni siquiera debía mencionarte.

Pero ella dijo que Tú estás en todas partes, pero si estuvieras en todas partes siendo el Uno, si estuvieras en todas partes no estarías en ninguna parte porque el Uno es el Uno. Ya sabía contar antes de la escuela primaria, y también sabía leer y escribir. Siempre he escrito y cuando no podía de pequeña porque sólo tenía un cuaderno del colegio, escribía con mis pensamientos a todo el mundo, incluso a Ti. A mi padre que nunca jugó conmigo y la primera vez que me besó estaba de uniforme yendo a la guerra.

Lo vi triste, pero parecía más recto que de costumbre, más guapo, más alto, a diferencia de su madre que se había derrumbado sobre sí misma.

Tal vez había pasado un año desde aquel primer beso paterno y el segundo que me dio cuando regresó sombrío, abatido, sudoroso y mayor, sintiéndose humillado porque le habían echado del ejército, siendo judío. En mis pensamientos silenciosos en la cama, también escribí a mi madre, diciéndole que papá a menudo dice las cosas correctas pero que para ella no era así, como si un pobre padre nunca pudiera tener razón. También le negó la paternidad repitiendo que los hijos se los diste Tú. Y los había traído al mundo tantos como Tú querías.

En mis cartas imaginarias le había preguntado a mamá que si papá no había tenido nada que ver con nuestro nacimiento, ¿por qué tenía que mantenernos?

En cambio, pensé en Ti todas las noches de mi vida. Te interrogué sobre muchas cosas, pero nunca escuché tu voz como la de Moisés, nunca me diste una sola respuesta, como tampoco se la diste a mi madre con su fe inquebrantable en Ti. A diferencia de mí, dudoso y a merced del pequeño pueblo desde que abrí los ojos al mundo que era nuestro enemigo como si fuera natural. Y si lo viste todo, fuiste todo, ojos, oídos, ¿cómo es que no viste nuestro trabajo? Ya sabes lo que hacía mi padre para sobrevivir: con una carreta prestada transportaba aves de corral, algunos terneros e incluso cerdos que hacían temblar a mi madre, al pueblo vecino para terceros. Salía por la noche para estar allí al amanecer y volvía más abatido que triunfante porque cedía al primer comprador, siendo malo en el negocio. Como judío, todo el mundo pensaba que era muy bueno, pero era impaciente y se contentaba con el menor beneficio. Para bien, un soñador, prometiéndose que un día tendría su propio carro con al menos un caballo.

Siempre me he preguntado, y aún no tengo la respuesta, de qué sirven las oraciones si no cambian nada ni a nadie, si Tú no puedes hacer nada o si no oyes, no ves o si eres la invención de una mente superior, inimaginable o eres Tú quien inventaste a Tumismo. Yo, que siempre he escrito sin aliento día tras día, ahora me detengo de repente con la mano suspendida y la mirada fija en el vacío, es en el vacío donde te busco.

No tenemos ni el Purgatorio ni el Paraíso pero he conocido el Infierno, donde el dedo de Mengele señalaba el lado izquierdo que era el fuego y el lado derecho la agonía del trabajo, los experimentos y la muerte por hambre y frío.
Los casos de supervivencia se produjeron sin mérito alguno, quizá a costa de la vida de otros o al servicio del enemigo. ¿Por qué no te rompiste el dedo? En la Capilla Sixtina la extiendes hacia Adán-Adán -hombre en hebreo- sin tocarla como aquel médico que era el Sí y el No ocupando tu lugar, ¡dejas que te sustituya! Y pon ese dedo índice de fuego contra millones de inocentes que te invocaron y adoraron como mi madre. ¿No temiste que te negaran, o también volviste tu dedo contra Ti, siguiendo el destino de tu pueblo elegido? Nosotros, que hemos salido de ese infierno, estamos abandonados a nosotros mismos, pero Tú no eres mortal, Tú no eres Nuestro Eterno? Palabras bellas y consoladoras, hechas de esperanza, necesarias como el pan para los hambrientos, y al mundo no le falta hambre como no le falta abundancia para los pocos.

La justicia es una palabra que debería desaparecer de los diccionarios y no debería ser pronunciada en vano como Tu nombre. Pero Tú tienes tantos nombres y hasta de mi boca se escapa a veces “¡Dios mío!”, pero en un susurro, cuando el mal es demasiado y me indigna lo que ha pasado, está pasando y pasará.
Todo se repite. Tú también eres la Única Repetición Infinita, el mayor misterio que existe, si es que existe, esa es la pregunta que nunca será respondida, o se te cree ciegamente o se duda lúcidamente de Ti, o la pregunta queda suspendida entre yo y yo mismo.

Oh, Tú, Gran Silencio, si supieras de mis miedos, de todo menos de Ti. Si sobreviviera, tendría sentido. ¿No es así?

Te ruego, por primera vez te pido algo: la memoria, que es mi pan de cada día, para mí fiel infiel, no me dejes en la oscuridad, todavía tengo que iluminar algunas conciencias jóvenes en colegios y aulas universitarias donde como testigo cuento mi experiencia de toda la vida. Donde las preguntas más frecuentes son tres: si creo en Ti, si perdono el mal y si odio a mis verdugos. A la primera pregunta me sonrojo como si me pidieran que me desnudara, a la segunda le explico que un judío sólo puede perdonar por sí mismo, pero yo no soy capaz porque pienso en los otros aniquilados que no me perdonarían. Sólo a la tercera tengo una respuesta certera: misericordia sí, hacia cualquiera, odio nunca, así que estoy salvado, huérfano, libre y por ello te doy las gracias, en la Biblia Hashem, en la oración Adonai, en el Dios diario.

Un comentario

  • ana rodrigo

    Impresionante!!!!

    La primera parte, sin ánimo de comparar con lo que está pasando en Ucrania y en tantos otros conflictos bélicos presentes, me rompe mi mente y mis emociones tanto sufrimiento. En muchas ocasiones se me saltan las lágrimas cuando veo el testimonio de tantas víctimas de las malditas guerras, ahora con las víctimas de Ucrania. ¿Por qué el homo sapiens puede llegar a tanta crueldad con sus semejantes? Toda la historia ha sido una sucesión de infinidad de guerras terribles con sufrimientos infinitos. Es inexplicable.

    La Carta a Dios de Edith, es estremecedora. Todas la civilizaciones se han creado sus dioses, pero el Dios judeo-cristiano, nos lo han presentado como aquel misterio que nos ama, y, cuando nos vemos metidos en la realidad de la vida, le pedimos cuentas, pero su silencio es absoluto y, por tanto, torturador, dada la esperanza que ponemos en un padre y que el Padre con mayúscula, calla.

    No hay palabras que nos puedan consolar. A mí se me parte el alma.

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