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La revelación del Misterio permanece como un tesoro escondido

RománCuando le damos algún valor teológico al misterio, nos acercamos  a su significación cual si se tratase de hacer historia comparada de las religiones, el arcano presente en muchas de las mismas, nos remontamos tal vez a las llamadas religiones mistéricas, aquellos conjuntos de ceremonias secretas de los misterios paganos propias de algunas religiones euroasiáticas que aparecieron  en los siglos V y IV antes de Cristo y que se fueron extendiendo por la ecúmene grecorromana  alcanzando gran esplendor durante la época helenística  y que Roma cultivó.

Otras veces buscamos sus anclajes en la filosofía medieval europea que definía misterio en el sentido de algo inaccesible a la razón, pero que debía ser objeto de fe.

En este sentido, corrientes espiritualistas  sustentadas por las visiones de la “New Age” ven en el misterio un marco incomparable para expresar la nueva sensibilidad superadora de la razón, sin tener que dar explicación del término o trascendencia de esta religación, abandonándose al plano “intuitivo”, o sea, que permanece siempre oculto y que sigue sin ser conocido en su auténtica realidad.

Sin embargo, escrituralmente, el término, que aparece por primera vez en el texto arameo del libro de Daniel (Cap.  2,18) Raz, es una palabra de origen persa, pero en cuyo contexto ya se expresa que es una verdad sólo conocida de Dios y que llega a ser conocida por revelación, gracias a la iniciativa divina. El término griego novotestamentario, mysterion, se ve enriquecido por todos los matices de las  revelaciones de Jesús, en la nueva economía de la gracia.

La explicación del misterio desde la teología-filosofía, necesariamente tiene que ser analógica, porque sólo buscando alguna semejanza entre lo que se palpa (aquello que es objeto de nuestro conocimiento) y lo intangible (lo que suponemos divino) encontramos alguna respuesta a nuestras inquietudes. Pero tal cosa divina que encontramos permanece siendo una construcción nuestra sujeta a nuestra evolución cultural.

El misterio en nuestra religión cristiana no es un conjunto de verdades que convenientemente sistematizadas constituyen una doctrina, premisas encerradas en un dogma. Estaríamos hablando de una religión en su aspecto más cultural y habríamos reducido nuestra fe a un conjunto de creencias.

Si mantenemos fresca en la memoria la palabra de Jesús en Mateo 11,25 de nuestro apartado anterior (“El rostro de Dios; una aproximación al misterio”) podremos entender con mayor claridad a Pablo en Efesios 3,1-6, pues para nosotros no existe mayor misterio que el “misterio de Cristo”, pues con él, Dios ha dejado de ser un misterio, algo, alguien, desconocido para el Pueblo de los santos. Jesús es el dispensador de los misterios de Dios, por medio del Evangelio.

El Nuevo Testamento es el despliegue de un misterio que estaba oculto en Dios quien a través del Evangelio nos da a conocer sus designios, pues Dios quiere ser dado a conocer, pero que sólo lo entienden quienes reciben la revelación divina y la hacen crecer en sus corazones. Los mecanismos por los que se articula todo el conjunto del Nuevo Testamento son el propósito de Dios de salvar a sus criaturas caídas, que quiere salvar a sus hijos e hijas y que se ha comprometido  en revelarles  el motivo de cómo funciona la salvación.

No todo el mundo está preparado para recibir tamañas bendiciones, porque la libertad humana es atributo divino que Dios respeta hasta el límite, fiel a Sí mismo, un final que no comprendemos, pues la autonomía humana jamás es quebrantada por el poder de la gracia. La batalla de la fe se libra en el corazón, en el ámbito de nuestra voluntad, que aunque no lo creamos es la dominadora de nuestros razonamientos.

“No deis a los perros lo que es santo, ni echéis vuestras perlas delante de los puercos, no sea que las pisoteen con sus patas, y después, volviéndose, os despedacen.(Mateo 7,6)

Jesús nos advirtió de que puede haber personas que no están dispuestas a recibir su doctrina.

¿No sigue pasando algo de esto?

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