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No os dejéis robar la dignidad. El papa Francisco y el trabajo

  • Hoy, 29, en Madrid, a las 19 horas, la presentación del libro No os dejéis robar la dignidad. El papa Francisco y el trabajo, de  Abraham Canales. En el salón de actos de Alfa y Omega, (calle de la Pasa, 3 – Madrid)
  • Mañana, 30. también a las 19 horas, la presentación en Valencia, Aula Seminaris del Centre Cultural La Nau (calle Universidad, 2). 

Esta obra de Ediciones HOAC, la primera de estas características que se edita en España, es una recopilación comentada de textos, a modo de compendio, que recoge el compromiso del papa Francisco con el trabajo decente, expresado en Evangelii gaudium y en Laudato si’, dos de sus aportaciones de referencia tanto para la Iglesia como para las «personas de buena voluntad» del planeta. Una constante que ha ido desarrollando en los distintos diálogos realizados con las organizaciones de los trabajadores y con los movimientos populares; en diversas visitas pastorales; y en las principales instituciones políticas, económicas y laborales.

El acto de presentación de Marid, con un formato de conversación dinámico, reúne a destacados protagonistas de la Iglesia y del mundo sindical. Intervendrán, junto al autor de la publicación, Carlos Osoro, cardenal arzobispo de Madrid; Paco Carbonero, secretario de Participación Institucional de CCOO; Antonio Algora, obispo emérito de Ciudad Real y responsable de la Pastoral Obrera de la Conferencia Episcopal Española; Joaquín Pérez, secretario general de USO; y  Teresa García, responsable de Difusión de la HOAC, que dinamizará la conversación.

En el acto de presentación en Valencia, tras la Presentación de Marisa Saavedra, de Xarxa Cristiana, diputada recién electa por Castellón, hablará el autor, Abraham Canales y seguirá un coloquio.

▪ Más Información sobre el libro y cata de las primeras páginas (pdf)

 

Un comentario

  • George R Porta

    Una de las cosas más liberadoras que conozco es el trabajo agrícola que experimenté primero a regañadientes, forzadamente, en la granja-cooperativa agrícola a la que fui enviado a trabajar contra mi voluntad por cerca de seis años. Ya tenía dos antecedentes. Cuando mi padre lo perdió todo y nos refugiamos en una finquita de recreo que tenía en las afueras, mi hermano fue a trabajar para ayudar a sostener a la familia, mi hermana ayudaba en la casa y mi padre, sabiamente pero consciente o no de ello, me hizo un gran beneficio destinándome a trabajar a las órdenes del encargado que se ocupaba de los animales y de los jardines y las pocas cosechas de tabaco y frutos menores, la huerta, etc. Después, siendo profesor en el instituto de segunda enseñanza, participé en el programa de la «Escuela al Campo» como asesor docente del campamento de los graduandos y en esa función trabajé con los estudiantes y los profesores en una plantación de hibridación de naranjas con plantas cuya semilla era traída de Valencia, en España. Así, cuando llegué a la cooperativa gubernamental en condiciones de casi prisión sin enrejados, no era nuevo en el trabajo, pero si en las condiciones en que lo realizaba.
    Aunque el trabajo en este último caso estaba destinado a humillar y a maltratar, más bien hizo el efecto opuesto. Los últimos dos años el capataz me destinó a unos cuartones para ganadería extensiva en los cuales el ganado vacuno y lanar que llevarían a apacentar en ellos, rotándolo de un cuartón a otro, aprovecharía la pangola y la «caña de elefante» que los cubría. Pues bien, mi función en ellos era recorrerlos, a solas, con una mocha (machete de cortar caña de azúcar, hoja ancha, corto, truncado) o con un machete regular, para mantener la mala yerba a ras del suelo. No había siquiera un cobertizo para protegerme del sol y por la psoriasis el dermatólogo siempre me recomendó no llevar sombrero y mojarme la cabeza a menudo con agua corriente limpia. Eso se sobraba allí de los pozos artesanos, ambas cosas, el agua limpia, fría, sabrosísima al gusto, pero también el sol o la lluvia a menudo hasta con granizos. Cuando vino a trabajar conmigo el obispo de los Testigos de Jehová, todo fue incluso mejor. Yo acababa de ser expulsado ominosamente del seminario y llevaba conmigo el Diurnal para leer los salmos en aquel ambiente tan a propósito para escuchar a poetas. Domínguez, el obispo Testigo de Jehová los interpretaba a su manera, pero pronto adoptó mi silencio de «mindfulness» de la belleza y la hermosura del pasto fresco, el olor de la tierra mojada y acogedora, y la soledad que otorgaban no aislamiento, sino libertad de la mejor.
    El trabajo, aquel trabajo, estaba diseñado para ser humillante y quitar la dignidad: Daban un par de botas mal hechas al año, de aquellas de suela fundida al cuero que me destrozaban los pies y que durante los últimos cuatro o cinco meses, mara que mantuvieran la suela cerca de la cambrera, al cuero, había que atarla con unos candados de alambre de cobre retorcidos en las puntas, que a menudo me cortaban la piel o se atascaban entre la pangola.
    Con todo fue trabajo dignificante, aunque lo haya sido por accidente. Desde entonces los frutos de la tierra nunca me han sabido igual.

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