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La Revolución del Papa Francisco

ZUGASTIpEn los años ochenta del siglo pasado, el presidente de los EE.UU. Ronald Reagan y la primera ministra británica Margaret Thatcher, con la valiosa colaboración del Papa Juan Pablo II, impulsaron  la revolución conservadora que dominó el final del siglo, imponiendo un rígido neoliberalismo económico. Hoy, treinta y cinco años más tarde, el Papa Francisco es, por el contrario, la única voz con resonancia mundial que condena sin paliativos este sistema económico que lleva a la miseria y la muerte a millones de personas. En su exhortación apostólica La alegría del Evangelio podemos leer estos textos, que van mucho más allá de lo que hoy se atreve a decir cualquier político europeo.

“Hoy todo entra dentro del juego de la competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se come al más débil. Como consecuencia de esta situación, grandes masas de la población se ven excluidas y marginadas: sin trabajo, sin horizontes sin  salida. Se considera al ser humano en sí mismo como un bien de consumo, que se puede usar y luego tirar”

No menciona el término ‘capitalismo’, pero la descripción no puede ser más clara, ni la condena puede ser más terminante:

“Algunos todavía defienden las teorías del «derrame», que suponen que todo crecimiento económico, favorecido por la libertad de mercado, logra provocar por sí mismo, mayor equidad e inclusión social en el mundo. Esta opinión, que jamás ha sido confirmada por los hechos, expresa una confianza burda e ingenua en la bondad de quienes detentan el poder económico y en los mecanismos sacralizados del sistema económico imperante… Hoy tenemos que decir «no a una economía de la exclusión y la inequidad». Esa economía mata”.

En el Evangelio de Jesús de Nazaret está clarísima la opción por los pobres en contra de la ambición y la riqueza. Pero en el siglo IV el emperador Teodosio, con la proclamación del cristianismo como religión oficial del Imperio Romano, consiguió que la jerarquía eclesiástica cambiara de bando y pasara a ser, desde entonces, uno de los estamentos del poder en todas las sociedades que se han sucedido en la historia europea.

En la Edad Media diversos movimientos populares, con una clara inspiración cristiana, intentaron, de forma más o menos pacífica, cambios profundos en la estructura social de su época. Pero en todos los casos el Vaticano estuvo al lado del poder para sofocar esos movimientos. Esa tendencia ha seguido a lo largo de los siglos, y la Iglesia ha sido vista como una de las principales fuerzas conservadoras de la sociedad. El Papa Juan XXIII trató de impulsar un cambio de sentido, pero el largo pontificado de Juan Pablo II acentuó el carácter conservador del Vaticano. Por eso resulta tan sorprendente y esperanzador, tan revolucionario, el giro de Francisco hacia los valores evangélicos y la crítica del sistema actual.

“Mientras las ganancias de unos pocos crecen exponencialmente, las de la mayoría se quedan cada vez más lejos del bienestar de esa minoría feliz. Este desequilibrio procede de unas ideologías que defienden la autonomía absoluta de los mercados y la especulación financiera.  De ahí que nieguen el derecho de control de los Estados, encargados de velar por el bien común. Se instaura una nueva tiranía invisible, a veces virtual, que impone, de forma unilateral e implacable, sus leyes y sus reglas. Además, la deuda y sus intereses alejan a los países de las posibilidades viables de su economía y a los ciudadanos de su poder adquisitivo real. A todo ello se añade una corrupción ramificada y una evasión fiscal egoísta, que han asumido dimensiones mundiales. El afán de poder y de tener no conoce límites. En este sistema, que tiende a fagocitarlo todo en orden a acrecentar beneficios, cualquier cosa que sea frágil, como el medio ambiente, queda indefensa ante los intereses del mercado divinizado, convertidos en regla absoluta”.

El sistema capitalista en el que estamos sumergidos no sólo provoca la miseria y la muerte de millones de seres humanos,  sino que tiene unas consecuencias nefastas para la moral, la cultura y los valores dominantes en la sociedad. Nos vuelve egoístas, insensibles al mal ajeno.

“Se ha desarrollado una globalización de la indiferencia. Casi sin advertirlo nos volvemos incapaces de compadecernos ante los clamores de los otros. Ya no lloramos ante el drama de los demás ni nos interesa cuidarlos, como si todo fuera una responsabilidad ajena que no nos incumbe. La cultura del bienestar nos anestesia y perdemos la calma si el mercado nos ofrece algo que todavía no hemos comprado, mientras todas esas vidas truncadas por falta de posibilidades nos parecen un mero espectáculo que de ninguna manera nos altera”.

Cuando vemos que los socialismos de base materialista son totalmente incapaces de hacer frente al huracán neoliberal que amenaza gravemente el futuro de la humanidad, Francisco nos invita a mirar por debajo de la estructura económica. Ahí nos encontramos con las profundas raíces antropológicas de la crisis.

“La crisis financiera que atravesamos nos hace olvidar que en su origen hay una profunda crisis antropológica: ¡la negación de la primacía del ser humano! Hemos creado nuevos ídolos. La adoración del antiguo becerro de oro ha encontrado una versión nueva y despiadada en el fetichismo del dinero y en la dictadura de la economía sin un rostro y sin un objetivo verdaderamente humanos. La crisis mundial, que afecta a las finanzas y a la economía, pone de manifiesto sus desequilibrios y, sobre todo, la grave carencia de su orientación antropológica que reduce al ser humano a una sola de sus necesidades: el consumo… pero resulta que el consumo desenfrenado unido a la inequidad es doblemente dañino del tejido social. ”

Pero ver las profundas causas humanas de las crisis no supone volver a un cristianismo etéreo y desencarnado. Francisco critica con contundencia una visión espiritualista del cristianismo que nos lleva encerrarnos en prácticas piadosas, alejados de los problemas de la gente.

“Ya no se puede decir que la religión debe recluirse en el ámbito privado y que está sólo para preparar las almas para el cielo”. Por el contrario señala que: “Una auténtica fe –que nunca es cómoda e individualista− siempre implica un profundo deseo de cambiar el mundo, de transmitir valores, de dejar algo mejor detrás de nuestro paso por la tierra. Amamos este magnífico planeta donde Dios nos ha puesto, y amamos a la humanidad que lo habita, con todos sus dramas y cansancios, con sus anhelos y esperanzas, con sus valores y fragilidades… la Iglesia no puede ni debe quedarse al margen de la lucha por la justicia”.

Lucha por la justicia que, ciertamente, va mucho más allá de las tradicionales “obras de caridad”. Es necesario llegar a las causas de una pobreza masiva:

“Los planes asistenciales que atienden ciertas urgencias sólo deberían pensarse como respuestas pasajeras… la necesidad de resolver las causas estructurales de la pobreza no puede esperar… Mientras no se resuelvan radicalmente los problemas de los pobres, renunciando a la autonomía absoluta de los mercados y de la especulación financiera y atacando las causas estructurales de la inequidad, no se resolverán los problemas del mundo, y en definitiva ningún problema”.

Este sistema, además, genera violencia de una manera inevitable. Algo que es muy oportuno recordar a una sociedad trastornada por los últimos atentados islamistas.

Hasta que no se reviertan la exclusión y la inequidad dentro de una sociedad y entre los distintos pueblos será imposible erradicar la violencia… Cuando la sociedad –local, nacional o mundial− abandona en la periferia una parte de sí misma, no habrá programas políticos ni recursos policiales o de inteligencia que puedan asegurar indefinidamente la tranquilidad. Esto no sucede solamente porque la inequidad provoca la reacción violenta de los excluidos del sistema, sino porque el sistema social y económico es injusto en su raíz… un mal enquistado en las estructuras de una sociedad tiene siempre un potencial de disolución y de muerte”.

No son estos los únicos textos en que el Papa Francisco expresa su pensamiento sobre las cuestiones socioeconómicas. ¿Nos hemos dado cuenta los cristianos de la carga transformadora que encierran, o los vemos como un discurso más que pronto se olvida? ¿No sentimos revivir en ellos un auténtico espíritu evangélico? ¿Qué nos dicen para nuestras vidas?

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