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Fantasía mística

HayaCon no poca osadía me atrevo a llamar mística a este comentario, aunque sería más exacto llamarlo elucubraciones; pero fantasía resulta más bonito y, hablando de mística, la belleza se aproxima a la realidad mejor que la lógica.

El caso es que estoy trabajando en el comentario al evangelio de Marcos y he llegado a la disputa de los saduceos con Jesús sobre la resurrección. Marcos, tan escueto como siempre, resume en muy pocas palabras el argumento de Jesús, basado en la teofanía de la zarza ardiendo: Yo soy el dios de Abraham, el dios de Isaac, el dios de Jacob; y añade Jesús: No es un Dios de muertos sino de vivos (Mc 12,18-37). Se supone que hay que sacar la consecuencia lógica de que en tiempos de Moisés se podía considerar vivos a Abraham, Isaac y Jacob; y, dado que habían muerto, pues habrían resucitado. En cuanto a la lógica, el argumento es muy enrevesado, y habría que precisar en qué sentido “No es un Dios de muertos sino de vivos”.

Lucas, más influido de la lógica griega, trata de completar la argumentación. Primero explica que: “los que sean dignos de la vida futura y de ser resucitados de la muerte no tomarán marido o mujer; porque no pueden morir…y, habiendo resucitado, son hijos de dios”. A continuación transcribe el argumento de Marcos, pero cierra el silogismo: “no es Dios de muertos, sino de vivos, pues para él todos viven” (Lc 20,27-40).

Tanto en Marcos como en Lucas la fuerza de la argumentación está en la interpretación de “no es un Dios de muertos sino de vivos”, en conexión con “Yo soy el Dios de Abraham”, sobre todo insistiendo en el tiempo presente “soy” (no solamente “era”), sigo siendo el Dios de Abraham. Esta afirmación sobre Dios se admitía sin discusión por todos los oyentes pero, o no prueba nada, o prueba demasiado.

Marcos deja abierto el razonamiento y, dando un salto lógico, insinúa que la consecuencia sería que existe la resurrección. Lucas saca la consecuencia: pues para él todos viven; y, por la explicación anterior, ese “todos” debe entenderse de Abraham, Isaac, Jacob, y también de “los que son dignos de ser resucitados de la muerte”.

Y aquí empiezan las elucubraciones. ¿Quiere decir Lucas que solamente resucitan los que son dignos de la vida futura? Los que no son dignos ¿simplemente se extinguirían?

Más posibilidades nos ofrece la sentencia anterior: pues para él todos viven. Y aquí comienzan las fantasías místicas. Esta frase supone una idea de la vida mucho más rica de lo que solemos imaginar. Dios es Dios de vivos, Dios es vida, es plenitud inextinguible; una vez que ha comunicado su propia vida, esa vida ya no puede extinguirse. No tiene sentido que dé la vida para luego quitarla; más aún no puede apagar el fuego que ha encendido.

Ahora bien ¿se reduce esto a la vida humana, a la vida consciente, al amor, a los que son dignos de la vida futura? ¿o se extiende a todo ser vivo? ¿Resucitarán también los animales y las plantas? Parece un desatino, pero Pablo dice “De hecho, la creación otea impaciente aguardando a que se revele lo que es ser hijos de Dios; porque…. esta misma creación abriga una esperanza: que se verá liberada de la esclavitud a la decadencia, para alcanzar la libertad y la gloria de los hijos de Dios. Sabemos bien que hasta el presente toda la creación sigue lanzando un gemido universal con los dolores de su parto”. (Rom 8,19-23).

El término griego ktísis designa “la creación” (Zerwick y Zorell); Alonso Schökel comenta que algunos lo traducen como “la humanidad” porque les parece más consecuente con el sentido de todo el contexto. Otros textos bíblicos pueden avalar la participación de la naturaleza en la liberación serían los Salmos 96 y 98; o Isaías 35; 55,12-13.

Todos los seres participamos del ser de Dios, de su vida inextinguible; somos manifestaciones limitadas de Dios, somos olas del océano de Dios. La ola es el mar, aunque el mar no es la ola. La ola se levanta, cae, y desaparece; pero sigue siendo mar igual que antes. Lo que desaparece es el yo que daba forma a la ola, no el agua que formaba la ola. Nos sentimos orgullosos de un yo que desaparece en vez de estar orgullosos del inextinguible ser divino que nos constituye. Nos fijamos en la forma, más bella o más prosaica, de la joya; no nos fijamos en si es de latón o de oro.

Pues para él todos vivimos. Muertos y vivos, todos vivimos; porque nos ha dado su vida inextinguible.

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