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Orar con la Iglesia

Gil de Zúñiga 1 Participando de la liturgia en un convento cisterciense del Alto Tajo, he llegado a la convicción de que, al menos, son necesarias dos cosas, y diría con cierta urgencia:

  • a) recrear el lenguaje litúrgico y
  • b) promover el orar laico desde una espiritualidad sin templo.

El orar litúrgico adolece de un lenguaje arcaico y a veces provocador. Es muy llamativo que la liturgia que fue un factor de cambio en la teología (JA. Jungmann, K.Rahner…) hasta el concilio Vaticano II, después de éste no se llevó a cabo una reforma en profundidad de la liturgia. Se puede decir que lo más espectacular de la liturgia posconciliar es el empleo de las lenguas vernáculas y las traducciones de los textos litúrgicos más o menos adaptables a nuestro lenguaje de hoy. Pero el formato y estructura de los mismos son idénticos a los tiempos del latín. Si nos fijamos, por ejemplo, en la liturgia de las horas se rezan o cantan salmos provocativos, cuya presencia se debe a que a algún escritor medieval lo consideró como mesiánico y de ahí ha pasado de cenobio en cenobio hasta nuestros días. Sin ir más lejos en el salmo 40 (vísperas del viernes de la 1ª semana) donde un enfermo reza a Dios por su curación, pero además, a la vista de que hasta sus amigos murmuran de la gravedad de su enfermedad, pide a Dios: “haz que pueda levantarme, para que yo les dé su merecido”. Y en el salmo 149 (laudes del domingo 1ª semana): “Que los fieles festejen su gloria/… con vítores a Dios en la boca/ y espadas de dos filos en las manos/ para tomar venganza de los pueblos/ y aplicar el castigo a las naciones”. Léase, pues, yihad, guerra santa o cruzada.

Los lingüistas decimos que el lenguaje no es inocente y que configura y crea realidad; aunque el signo lingüístico sea simbólico, la hermenéutica del mismo no siempre se puede hacer desde el simbolismo, como si la realidad a la que se refiere el signo estuviera camuflada. En muchas preces y oraciones de la liturgia nos dirigimos a Dios como “Todopoderoso”. Una palabra que tiene como epicentro el poder. Meter el poder en nuestras relaciones comunitarias con Dios puede derivar en estragos y atropellos difíciles de explicar, y lo que es aún más terrible, que es sorprendente y rechazable por quien no está familiarizado con este lenguaje religioso. La historia está ahí. El Papa, bajo el símbolo de la dos espadas, y como el “poder espiritual” está por encima del “poder terrenal”, según la argumentación al uso, se erigía, pues, en dueño y señor de todo lo creado. El vocablo “poder” ha sido el hilo conductor de la historia de la Iglesia. Hasta Tomás de Aquino al referirse a los obispos sostenía que el episcopado no es un sacramento, puesto que está orientado a ejercer el gobierno de la Iglesia. No es, pues, de extrañar que a la sombra de este lenguaje religioso se cobije el poder civil y se presente a los ciudadanos como el enviado por Dios. Ahí están las monedas de nuestra dictadura acuñadas con aquel “Caudillo de España por la gracia de Dios”. Y más cercana aún está la justificación de la guerra de Irak y de Afganistán por parte del Presidente G. Bush: “Dios me ha dicho: George, ve y lucha contra esos terroristas de Afganistán. Y yo lo hice. Y Dios me dijo: George, pon fin a la tiranía en Irak. Y yo lo hice”.

Pero además el lenguaje litúrgico configura un contenido teológico que sustenta, entre otras cosas, a ese poder clerical. Tomemos como punto de partida una de las plegarias eucarísticas, la IV. En ella se ora en un orden jerárquico: por “el Papa, los obispos, los oferentes, los reunidos en la eucaristía y todo tu pueblo santo. Lo que es primero en la Lumen Gentium del concilio Vaticano II, el pueblo de Dios, es aquí lo último y como de tapadillo, significando que la eucaristía es cosa de curas y el resto meros espectadores. Es llevar la metáfora del “rebaño” a su literalidad más obscena: a una comunidad no de “iguales”, sino de “desiguales”, como lo afirma con contundencia la Vehementer Nos de Pío X: “Esta sociedad (la Iglesia) es, por tanto, en virtud de su misma naturaleza, una sociedad jerárquica; es decir, una sociedad compuesta de distintas categorías de personas: los pastores y el rebaño, esto es, los que ocupan un puesto en los diferentes grados de la jerarquía y la multitud de los fieles”.

Orar, pues, con la Iglesia desde la liturgia no es suficiente. Cuando Jesús de Nazaret se enfrenta con la terrible realidad de su trágica muerte no se va al templo a orar, sino que se retira al monte de los olivos, al silencio de un espacio abierto en plena naturaleza. Es también la experiencia religiosa de orar con la Iglesia de un grupo pequeño de mujeres en un pueblo del Alto Tajo que, en las tardes gélidas de invierno, se reúnen en una sala cedida por el Ayuntamiento al calor de una estufa de butano para jugar, primero, a las cartas y luego rezar el rosario, o la que llevan a cabo los grupos “Más que silencio”… Una vivencia religiosa laica desde el atrio; aquello que Ortega y Gasset anunciaba en 1926 con su “¡Dios a la vista!”; es decir, un Dios profano, “delante del templo”.

Orar con la Iglesia “delante del templo”, en el atrio, es sentir, por una parte, la comunión de los creyentes, su solidaridad; esa solidaridad que tanto conmovía a G. Bernanos en su Diario de un cura rural: “Creo que si Dios nos diera una idea clara de la solidaridad que nos une a los demás, para el bien y para el mal, no podríamos, efectivamente, seguir viviendo”. Y por otro lado,  sentir la presencia del Misterio en lo cotidiano, como expresa X. Zubiri de un modo clarividente: “La experiencia subsistente de Dios no es una experiencia al margen de la vida cotidiana: comer, llorar, tener hijos… sino la manera de experienciar  en todo ello la condición divina en que el hombre consiste”.

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