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El Yin y el Yang en el trabajo matemático

El Yin y el Yang en el trabajo matemático

CyS (Carmona, pp. 582-588)

  • (2 de octubre) Quisiera proseguir al menos con una de las asociaciones de ideas suscitadas por el Elogio Fúnebre en tres hojas (que ayer terminé por dar la cita completa). Esa asociación se me impuso desde la mañana del 12 de mayo, cuando acababa de escribir la nota “El Elogio Fúnebre (1) – o los cumplidos” (no 104). Afecta a cierto aspecto de las cosas que a menudo pasa desapercibido, y del que no he comenzado a darme verdadera cuenta hasta hace cinco o seis años.

En los textos examinados, entre líneas vemos afirmarse el culto a ciertos valores. Así, lo que se pone de relieve a propósito de las conjeturas de Weil, probadas por Deligne, es su “dificultad[1] 526 – no su belleza, su simplicidad, las vastas perspectivas que abrieron ya desde el momento en que fueron enunciadas por Weil. Pienso también en los frutos que dieron esas perspectivas entrevistas, mucho antes de que fueran demostradas, y otros frutos que caen, una vez franqueado el último paso en el largo viaje que ha llevado a su demostración. Es la belleza, la extraordinaria coherencia interna de esas conjeturas, y los insospechados lazos que hacen entrever, los que han hecho de ellas una fuente de inspiración tan potente y fecunda, para dos generaciones de geómetras y aritméticos. La parte más profunda de mi obra (tanto la “llevada a término completamente”, como el “sueño de los motivos”) se inspira en ellas directamente (por medio de Serre, que supo captar y comunicar toda la fuerza de la visión que se expresa en esas conjeturas). Sin ellas, ni la cohomología l-ádica, ni el lenguaje de los topos habrían visto la luz del día. Mejor dicho, esa “vasta visión unificadora” de la geometría (algebraica), de la topología y de la aritmética que me he dedicado a desarrollar durante quince años de mi vida, fue en esas “conjeturas de Weil” donde encontré como un primer esbozo. Y a medida que la visión ganaba en amplitud y madurez, es esa misma visión y las cosas antes ocultas que permitía aprehender una a una, la que me soplaba paso a paso qué hacer, por dónde “coger” lo que se presentaba al alcance de la mano. El último paso en la demostración de las conjeturas de Weil no ha sido ni más ni menos que uno de los pasos en un largo y fascinante viaje iniciado no sabría decir cuándo, seguramente mucho antes de mi nacimiento, ¡y que después de mi muerte aún no estará a punto de terminar!

Pero según el espíritu que se desprende del citado texto, pudiera pensarse que las “conjeturas de Weil” eran una cuestión de pesas y halteras: ¡éste es el peso que hay que levantar “de arrancada”! Doscientos kilos no es nada, la dificultad es proverbial, muchos lo han intentado y ninguno lo ha conseguido – ¡hasta el “día H” (como “Hércules”)! El resultado es sorprendente (1061), juzguen pues, dos quintales – nadie hubiera creído que se conseguiría jamás…

Es el mismo espíritu que se percibe en el lacónico comentario sobre el “arduo teorema” probado por Faltings: ahí también, en la designación de la nueva etapa en nuestro conocimiento de las cosas, es la dificultad la que se pone de relieve, para suscitar la admiración de las masas – no las perspectivas que se abren, a partir de la nueva cumbre conquistada[2] 527. Ni siquiera ha parecido útil mencionar el nombre “conjetura de Mordell” (desconocido, es verdad, para un público no matemático) – como si la aprehensión y la formulación de la conjetura (aquí por Mordell) fuera algo accesorio, por “fácil”. En lugar de eso, una perspectivacamelo sobre el “teorema de Fermat” (que se supone “iluminado”). Es verdad que este último es universalmente conocido (incluso fuera de los medios matemáticos) como un peso de unos buenos trescientos kilos (que ha resistido tres siglos de esfuerzos).

El primer punto sobre el que quisiera volver, es que los valores que se exaltan en esos textos (ciertamente con la discreción que conviene a la circunstancia), son los que podemos llamar los valores del músculo, del “músculo cerebral” en este caso: el que nos permite superar, a puñetazos, los proverbiales records de “dificultad”.

Esos valores no son sólo los del héroe aquí exaltado, y los del autor de cierto folleto jubilar (autor que permanece anónimo y que creo reconocer). También son los valores que cada vez más (me parece) dominan en el mundo matemático, y más generalmente, en el mundo científico. Incluso más allá de ese mundo, relativamente restringido, se puede decir que también son, cada vez más, los valores de cierta “cultura”, llamada “occidental”[3] 528. En nuestros días y desde hace mucho, esa “cultura” y sus valores han conquistado la superficie de nuestro planeta aniquilando a todas las demás, prueba irrecusable de su superioridad. El símbolo planetario, la encarnación heroica de esos valores, es el cosmonauta en su traje espacial, pisando por vez primera algún planeta inimaginablemente lejano y desolado, ante millones de telespectadores sin aliento, arrellanados ante sus pantallas.

Esos valores, que a falta de examinarlos más de cerca me he limitado a designar con un término somero de valor simbólico, “el músculo”, no son de ayer. En la jerga de los etnólogos, también se podrían llamar “patriarcales”. Uno de los primeros textos escritos, me parece, en que su primacía se afirma con fuerza (¡una fuerza sin réplica!) es el Antiguo Testamento (y en particular, el libro de Moisés). Sin embargo, basta leer ese documento fascinante de una época antigua, para darse cuenta de que la primacía de los valores “patriarcales”, del hombre sobre la mujer, o la del “espíritu” sobre el “cuerpo” o sobre la “materia”, estaba muy lejos de llegar hasta la negación o el desprecio de los valores complementarios (que quizás entonces no fueran aún percibidos como “opuestos” o “antagonistas”)[4] 529. No sé si la historia de las vicisitudes de esos dos conjuntos de valores complementarios ha sido escrita – y debe ser algo fascinante recorrer esa historia, a través de siglos y milenios, desde los tiempos de Moisés hasta nuestros días. También es la historia, sin duda, de la progresiva degradación de cierto equilibrio de “valores”, “patriarcales” o “masculinos” de un lado, “matriarcales” o “femeninos” de otro – del “músculo” y de la “tripa”, del “espíritu” y de la “materia”; degradación que visiblemente se ha dado en la dirección de los valores “masculinos” (o “yang”, en la dialéctica oriental tradicional), en detrimento de los valores “femeninos” (o “yin”). Me parece que nuestra época se caracteriza por una exacerbación a ultranza de esa degradación cultural. Entre los últimos actos de esta historia están, íntimamente solidarios, la “carrera espacial” entre las dos superpotencias antagonistas (imbuidas de valores esencialmente idénticos), y la carrera de armamentos (especialmente nucleares). Como acto último y probable desenlace de esa loca evolución en la escalada de cierto tipo de “fuerza” o de “poder”, ya desde ahora se puede prever algún holocausto nuclear (u otro, hay el problema de elegir…) a escala planetaria. Quizás tenga el mérito de resolver todos los problemas de un solo golpe y de una vez por todas…

Sin embargo mi propósito aquí no es el de esbozar un atractivo cuadro del “fin del mundo” (no estoy aquí para eso), y aún menos el de partir a la guerra contra el “músculo”, o contra “el cerebro” (alias el “espíritu”). Bien sé que ¡incluso mis “tripas” no ganarían nada! Me atengo a mis músculos y a mi cerebro, que me son muy útiles quién lo duda, como me atengo a mis “tripas”, que no lo son menos. Pero me parece útil decir aquí en pocas palabras (si hacer se puede) cómo se ha jugado en mi propia persona ese profundo conflicto, dirigido por el ambiente cultural, entre esos dos tipos de valores. En términos más pegados al terreno, se trata también de la historia de mis actitudes (de aceptación e incluso exaltación, o de rechazo) de esos dos aspectos o caras igualmente reales y tangibles de mi persona, inseparables y complementarios por naturaleza, y nada antagonistas por sí mismos. Podría llamarlos “el hombre” y “la mujer” que hay en mí, o también (por darles nombres menos “cargados”, y que por eso tienen menos riesgo de inducir a error), el “yang” y el “yin”.

Parece ser que en la mayoría de las personas, la “cosa está decidida” desde la infancia, donde entran en juego los mecanismos esenciales que, durante toda la vida, van a dominar en silencio, con la eficacia de un autómata perfectamente a punto, actitudes y comportamientos. En el corazón de esos mecanismos están los de afirmación o rechazo de tales y cuales rasgos, o de tales impulsos profundos, de “signo” ya sea‘yang o yin, o de tales y cuales “paquetes” de rasgos e impulsos de cierto signo, en incluso del paquete “yang” o del paquete “yin” al completo. Son mecanismos que, en gran medida, determinan los otros mecanismos de elección (afirmación o rechazo) que estructuran nuestro “yo”.

Por razones que siguen siendo misteriosas para mí, en mi propio caso la historia de las relaciones (tanto conscientes como inconscientes) entre el yo (“el patrón”), y “lo masculino” y “lo femenino” en mi persona (tanto el el “patrón” mismo como en le “obrero”, pues uno y otro son tributarios del doble aspecto yin-yang de todas las cosas) – esa historia ha sido más movida de lo habitual. En ella distingo tres periodos. El último retorna en cierto sentido al primero, que se extiende a los cinco primeros años de mi infancia. Ese tercer periodo, que puedo llamar el de la madurez, puede verse como una especie de “retorno” a esa infancia, o como un progresivo reencuentro con el “estado infantil”, con la armonía de los esponsales sin historias del “yin” y del “yang” en mi ser. Ese reencuentro comenzó en julio de 1976, a la edad de cuarenta y ocho años – el mismo año en que descubrí (tres meses más tarde) un poder en mí que hasta entonces había ignorado, el poder de la meditación[5] 530.

Los valores dominantes en cada uno de mis padres, tanto mi madre como mi padre, eran valores yang: voluntad, inteligencia (en el sentido de potencia intelectual), control de sí mismo, ascendiente sobre los demás, intransigencia, “Konsequenz” (que significa, en alemán, coherencia extrema en (o con) las opciones, especialmente ideológicas), “idealismo” tanto a nivel político como práctico… En mi madre, esa valorización tuvo desde su juventud una fuerza exacerbada, era el reverso de un verdadero odio que había desarrollado hacia “la mujer” en ella (y a partir de ahí, hacia lo femenino en general). Ese odio que había en ella terminó por tener una vehemencia y una fuerza tanto más destructiva cuanto que permaneció oculto durante toda su vida. (Yo mismo terminé por descubrirlo hace sólo cinco años, tres años después de que la meditación entrase en mi vida.) En tal contexto parental, es un misterio (y sin embargo un hecho que para mí no tiene duda) que haya podido desarrollarme plenamente durante los primeros cinco años de mi infancia – hasta el momento de la separación del medio parental y de la destrucción de mi familia original (formada por mis padres, mi hermana mayor, y yo), por voluntad de mi madre y a favor (si se puede decir) de los sucesos políticos del año 1933.

 

(1061) (3 de octubre) Ni yo, ni Deligne hemos tenido jamás la menor duda de que las conjeturas de Weil pudieran no ser válidas, y no recuerdo que nadie expresase tales dudas. Calificar el “resultado” (i.e. la demostración de esas conjeturas) como “sorprendente”, testimonia el propósito deliberado de epatar a la galería. Además en ningún momento después de la introducción de la “topología” y la cohomología étal he tenido el sentimiento de que esas conjeturas estuviesen fuera de alcance, sino más bien (a partir de 1963) que serían demostradas en los próximos años. En el momento de mi partida, en 1970, no tenía duda de que Deligne, que era el que estaba mejor situado para eso, no tardaría en demostrarlas (lo que no dejó de hacer), al mismo tiempo que las “conjeturas standard sobre los ciclos algebraicos”, más fuertes (que por el contrario se ha dedicado a desacreditar).

Además con razón hace Deligne reservas sobre la validez de estas últimas conjeturas, de las que no estoy más convencido que él. Pero el alcance de una conjetura no depende del hecho de si terminará por revelarse verdadera o falsa, no más que su carácter de supuesta “dificultad”, que la situaría “fuera de alcance” – carácter totalmente subjetivo. Depende únicamente de si la cuestión sobre la que pone el dedo la conjetura (y que no había sido percibida antes de que fuera planteada) – de si esa cuestión afecta a algo verdaderamente esencial para nuestro conocimiento de las cosas. Ahora bien, es evidente (¡al menos para mí!) que no se puede tener una buena comprensión de los ciclos algebraicos, ni de las propiedades llamadas “aritméticas” de la cohomología de las variedades algebraicas (o de la “geometría de los motivos”), mientras la cuestión de la validez de esas conjeturas no se resuelva. Hoy igual que en Congreso de Bombay en 1968, considero esa cuestión, junto con la resolución de singularidades, como una de las dos cuestiones más fundamentales que se plantean en geometría algebraica. ¡Siento bien el alcance de una y otra! Esa fecundidad potencial no podrá dejar de manifestarse, desde el momento en que no nos limitemos más a rodear a trompicones una conjetura decretada “demasiado difícil”, y en que ¡alguien se tome al fin la molestia de remangarse y dedicarse a ellas!

[1] 526(3 de octubre) ¡Dificultad calificada además de “proverbial”! Eso no tiene sentido, ¡si no es el de epatar a los que no están en el ajo! La “dificultad” de una conjetura no puede apreciarse verdaderamente hasta que ha sido demostrada – por contra es su fecundidad la que puede presentirse de entrada, y a menudo se manifiesta objetivamente, antes de ser demostrada, con los trabajos que inspira. Las “grandes” conjeturas no se distinguen de las demás por su “dificultad” (que es desconocida – suponiendo que el término tenga algún sentido…), sino por su fecundidad. Señalo de pasada que ése es un aspecto típicamente “yin”, femenino, de algo, mientras que la “dificultad” es un valor típicamente “yang”, “masculino”.

[2] 527Lo que más me llamó la atención, cuando tuve entre las manos el preprint de Faltings en que demuestra las tres conjeturas-clave, incluyendo la de Mordell (de la que aquí se trata), es al contrario la extraordinaria simplicidad del argumento, con el que demuestra en unas cuarenta páginas esos resultados, ¡que se suponía que estaban “fuera de alcance”! (Comparar con la nota no 3).

[3] 528Al referirme aquí a los “valores” de nuestra cultura tal y como aparecen hoy en día, me refiero por supuesto a los valores “oficiales” – los que son inculcados por la escuela, los medios, la familia, y que son objeto de un consenso general en los diversos medios profesionales. Eso no significa que esos valores sean aceptados por todos sin reservas, ni que constituyan la nota de fondo de las actitudes y comportamientos de todos. Además, es con cierta aflicción como la gente honesta, los medios y la literatura profesional competente (de la pluma de pedagogos, sociólogos, psiquiatras etc.) hablan particularmente de “cierta juventud”, que decididamente no “encaja” ¡y que desluce cierto retablo!

[4] 529Así, el culto dedicado a la madre es una tradición fuertemente arraigada en la cultura judía, donde sin duda tiene un papel de compensación frente a los valores “oficiales” (si puede decirse) puestos en primera línea en los textos sagrados. Esa tradición se reencuentra, en forma modificad y más exaltada, en la tradición católica, con el culto a (¡la virgen!) María.

 

[5] 530 Véanse las secciones “Deseo y meditación” y “El asombro”, nos 36 y 37.