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El Reino de Dios

        Hace cuatro años publiqué en ATRIO un artículo sobre el Reino de Dios y quiero volver sobre un tema que me parece importante y sobre el que no encuentro reflexiones que me convenzan.

        Ya es conocido que Jesús en su predicación apenas habló de Dios pero sí lo hizo en muchas ocasiones sobre el Reino de Dios. No deja de ser curioso que nunca lo definiera como tal sino se acercase a él por aproximaciones, por medio de parábolas que comenzaban: El Reino de Dios se parece, el Reino de Dios es semejante a… Eso ha dado lugar a que veinte siglos después siga habiendo interpretaciones divergentes.

        En general se dice que el Reino de Dios es un reino de paz, en el que la confrontación y la violencia se han sustituido por el acuerdo y la concordia. Sin embargo no me parece que los textos bíblicos conduzcan a esa conclusión.

        De momento hay que dejar claro que el Reino de Dios tiene un significado escatológico: “En aquel día pre:parará el Señor en este monte para todos los pueblos un festín de manjares enjundiosos, de vinos de solera- Levantará el velo que cubre a todas las naciones y anulará la muerte para siempre; enjugará las lágrimas de todos los rostros y anulará el oprobio de su pueblo” (Is 25, 5s)

“Aón no se ha manifestado lo que seremos porque cuando se manifieste lo veremos tal cual es porque seremos semejantes a El” (1 Jo 3,2)

        Pero aparte de esa promesa escatológica el anuncio del Reino debe tener también un significado actual. Veámoslo.

        En primer lugar el Reino de Dios parece ser un acontecimiento personal. Es un tesoro que una persona descubre, es una semilla que el campesino ve crecer sola, es el trigo que el propietario ve nacer a pesar de la cizaña. Por otra parte la llegada del Reino y su acogida exigen una conversión, un cambio en la mirada.

 

¿Qué es, pues, ese tesoro que cambia la vida del que lo descubre?

        Sencillamente, es la llegada del Espíritu, derramado en los corazones y que llena todos los acontecimientos de trascendencia.

        “El que cree en mí, de sus entrañas manarán torrentes de agua viva” (Jn 7,37) porque “lo que hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis (Mt 25,40)

        Por eso Jesús puede anunciar que con su llegada el Reino de Dios está cerca y más tarde que está en medio de nosotros.

Claro que esta presencia del Reino esta escondida y precisa de unos ojos contemplativos para descubrirla. Por eso, para creer esa buena noticia, hay que convertirse, hay que transformar la mirada. “Los ojos de una persona son la lámpara que alumbra su cuerpo. Por eso, si tus ojos están sanos la luz entrará en tu vida. Pero si tus ojos están en mal estado, también tu cuerpo estará a oscuras. Cuida, pues, de que la luz que hay en ti no sea tinieblas” (Lc, 11-34)

        Quien no busca esa trascendencia del Reino en la compasión, en el amor, en la solidaridad, estará en las sombres de la finitud, del sinsentido, de la banalidad.

        Hay que añadir que quien ha tocado el Reino, aun sin saberlo, tenderá a construir algo, a soñar algo, a comunicar algo. Por esa razón el reino puede identificarse allí donde hay comunidad, apoyo de unos para otros, construcción de un mundo de paz.

        Dos cosas cabe añadir en este pequeño texto dedicado a este tema troncal. La primera, que el reino de Dios ha construido una Iglesia. La segunda que el lenguaje del reino es la lectura creyente.

        Históricamente el grupo de los contemplativos, de los avizores del Reino ha tendido a juntarse y a intercambiar sus experiencias. Eso es la Iglesia.

        Esta Igesia tiene que tener un lenguaje propio, que ha descuidado a menudo, la lectura creyente. Jesús encargó a sus discípulos que fueran de camino, curasen a los enfermos y anunciaran: El Reino de Dios está cerca, está entre vosotros.

        Cada una de estas afirmaciones necesitaría un largo comentario. Basten de momento con las líneas que anteceden.

 

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