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El conocimiento humano

Entre la contingencia y la trascendencia

La persona, realidad humana. No como especie. No como individuo. No como sumable. No como divisible. No como clasificable taxonómicamente. Sí, como singularidad única, concreta e irrepetible. Sí, como realidad abierta a sí misma, a sus congéneres singulares, únicos, concretos e irrepetibles como ella misma, en una relación de alteridad. Sí, también como realidad abierta al mundo que le rodea, en una relación no de alteridad sino de primacía. Es, en sí, una realidad abierta en todas sus dimensiones. No cerrada. No enclaustrada, ni enclaustrable.

Esta apertura le pertenece en origen. Está inscrita en su ser. No es algo adquirido, es genuinamente constitutivo de su ser persona. Esta apertura es el espacio de su singularidad. No es el espacio físico del mundo, es un espacio que sobrevuela al del mundo contingente. Es el espacio de su trascendencia. Está a su disposición y no sujeto a ninguna contingencia. Solo a su libertad. Libertad que expresará a través de su voluntad. La voluntad, para bien o para mal, es su órgano inmaterial con el que materializa su libertad.

Si no asumimos esto, mutilamos de entrada nuestra facultad de razonar, nuestra capacidad de conocer, limitando y condicionando nuestra propia percepción de la realidad. De toda realidad: la propia y la del mundo.

Si no lo admite, querido lector, no malgaste su tiempo contingente en lo que sigue. Porque este espacio abierto también tiene su tiempo. Es el tiempo de su trascendencia, de su espiritualidad, con su propio tiempo, distinto al de la contingencia.

Este tiempo es un tiempo que busca lo incondicional en su contingencia para sobrepasarla, y en dicho sobrepasamiento, la persona se encuentra a sí misma. Se encuentra porque, en su origen, ya está el ser incondicionado en potencia, en el que es totalmente libre, como ya se ha dicho, para bien o para mal.

La libertad encerrada en el mundo de la contingencia es una utopía. La evidencia de esto está delante de nuestras propias narices. La razón científica y técnica lo demuestra constantemente. La razón filosófica, por su parte, nos deja siempre en la duda, y la razón jurídica nos abandona a las manos de la justicia humana, nunca a la libertad, pues la encierra entre los barrotes de sus leyes y en las manos del poder judicial, uno más de los muchos poderes existentes, todos ellos aspirando al Poder Absoluto.

Volvamos al conocimiento del Homo, ser singularizado en la Persona. Sí, esa persona singular, concreta, única e irrepetible que está leyendo este artículo de esa otra persona, también singular, concreta, única e irrepetible, que lo ha escrito previamente.

Si la persona es realidad íntegra, su conocimiento debe ser a su vez íntegro. Cualquier desintegración afectará a su integridad cognoscente. Hay una racionalidad contingente, como también hay una racionalidad trascendente. La primera sirve para conocer y experimentar el mundo que le rodea y le envuelve, para desvelar todos sus secretos. La segunda, para trascenderlo y no quedar atrapado en él, pues en tal caso perdería su singularidad y su identidad, y no se plantearía ningún tipo de utopía, menos aún dedicaría su esfuerzo a alcanzarlas. Se conformaría con optimizar sus recursos contingentes para proclamar su hegemonía sobre todo lo demás. Su felicidad se centraría únicamente en ese fin utópico: un reino de los cielos conseguido aquí en la tierra, pero con fecha de caducidad.

El Homo nace en el mundo con la necesidad de estar por encima del mundo, para trascenderlo.  Esta necesidad, inscrita “gen-uinamente” en su ser, le evidencia que no es del mundo, aunque esté en él. Es el mundo quien adquiere consistencia y sentido a través de él. Él es la conciencia del mundo. Sin él, el mundo sería superfluo. La finalidad del mundo cobra sentido en el Homo, que le dota de sentido.

Este “gen” trascendente, gen no mutante, junto a su “gen” contingente, sí mutante, han de estar integrados en su “gen-uina” realidad. Cuando no lo están, el Homo “desquicia” su identidad. La esquizofrenia, patología estudiada por la ciencia psicológica, ilustra este desdoblamiento de la personalidad: perder la identidad incluso para sí mismo.

Como sucede en toda patología, hay dos grados de afección: uno subclínico y otro patológico o clínico. Nuestro estado natural, en cuanto al conocimiento, es al menos subclínico, pero con un riesgo constante de avanzar hacia el siguiente nivel.

El mundo contingente no precisa de la espiritualidad. Entonces, ¿por qué todos los humanos, sin excepción, sentimos la necesidad de encontrar razones para el misterio que intuimos tras la contingencia? Esta actitud evidencia que la contingencia no nos satisface plenamente. Esta insatisfacción nos empuja a una búsqueda profunda en ella, usando el método deductivo/inductivo de su razón contingente.

La ciencia y la técnica reflejan lo que pensamos y hacemos sin salir de lo condicionado. Es como hurgar en un pozo sin fondo, transformando ese fondo en misterio, y queriendo atraparlo con la razón contingente, que hasta hoy —y ya llevamos mucho tiempo— no ha logrado alcanzar ni el principio ni el fin de su propia realidad contingente.

La persona busca lo incondicional en su salir fuera de si misma, en el sobrepasarse a sí misma, mediante el movimiento transitivo del conocer, del querer y del actuar, y con más razón mediante la relación interpersonal, toda vez que en ese sobrepasamiento de sí misma, se realiza a sí misma.

Si lo incondicionado aparece en lo condicionado, si se presupone en su ejercicio, en su praxis existencial, entonces se hace patente la esencial referencia del Homo, como espíritu finito en el mundo, a lo incondicionado mismo: a su yo integral, a su yo genuino. Por esencia, toda persona es un ser en devenir, en camino hacia lo que en potencia es ya en origen, pudiendo encontrarse solo y exclusivamente en la totalidad de su plenitud.

Si su realidad contingente le impulsa a un movimiento evolutivo y mutante sin principio ni fin, su realidad trascendente le lleva a sus orígenes, a esa potencialidad ya inscrita junto su ser contingente. Lo condicionado no puede prescindir de lo incondicionado, porque solo así puede ejercer su mayor deseo: la libertad. Libertad incondicionada.

Esta libertad incondicionada, expresión radical de libertad, anima su ser contingente. Una inteligencia de la existencia humana que ignore su ser “gen-uino” corre el riesgo de pactar con lo fáctico. Sin el reconocimiento de su dimensión trascendente, espiritual, se oscurece el reconocimiento de lo humano. De ahí que, siendo las personas fines en sí mismas, no sean el final de sí mismas. Nadie en este mundo se debe a sí mismo. Aquí reside el carácter misterioso y gratuito de la existencia.

La persona no es hija del azar, ni de un caos abandonado a la deriva de la mera contingencia en un dinamismo mutante sin fin, pensando en un transhumanismo, tan de boga en la actualidad.

El método del conocimiento contingente parte del principio de poder, de poseer, de aprehender. El método del conocimiento trascendente parte del principio de desprendimiento, al saberse que no se ha dado el ser, pues su propio conocimiento contingente así lo manifiesta constantemente.

Con estos dos principios inscritos en el ser humano desde sus inicios, el conocimiento humano queda en manos de su libertad. No a la inversa. El “Homo sapiens, antequam sapiens, homo liber est.” Aquí reside el verdadero misterio de su ser. En su libertad incondicional.

A partir de aquí, podemos abrirnos a un diálogo sobre el conocimiento del ser humano como realidad espiritual, en su estar en la contingencia y en su praxis existencial orientada a la trascendencia. Pero sin confundir el “modus operandi” de ambas.

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