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Secuestrado a martillazos

Hoy hemos cenado en Tijuana  con un empresario dos veces secuestrado, y vivo de milagro después de un largo proceso de rehabilitación, pues le destrozaron la columna vertebral golpe sobre golpe con un martillo. Da pena verlo caminar completamente trastabillado bamboleándose como un poliomielítico de cuarenta años.  Por si esto fuera poco, al terminar de cenar, rogó le acompañáramos a modo de escoltas hasta su casa, donde pareció respirar tras haber cerrado la cancela de la misma.

Dentro se oían los ladridos graves y agudos de los mastines custodios, a modo de sinfonía canina, todo estaba sembrado de cámaras, sistemas de alarma y cuanto pueda ser imaginado, incluyendo lo inimaginable, pese a todo lo cual nuestro amigo Omar vive muerto de miedo, o casi muerto para ser más exactos, porque lleva a los secuestradores dentro de su cuerpo y de su mente golpeados. Su última defensa es el alcohol, al menos así cree neutralizar un mal con otro, sin fuerza de voluntad propia, porque el miedo es más fuerte que la voluntad que lo combate, si se trata de un miedo insuperable. Su casa es su refugio y su castillo, pero al mismo tiempo un reclusorio asediado. No hay dos sin tres, y para Omar no hay dos secuestros sin tres.

Cada día pasan cosas terribles, pero cuando las oyes de cerca te sientes tú también un poco martilleado; no es lo mismo filosofar a martillazos (Nietzsche) que recibir los martillazos sobre tu propia espalda, vida nueva martillazo nuevo.

Sin embargo, los rompedores de columnas vertebrales no sufren el el terror algésico de sus víctimas; lo que preocupa a los secuestradores no son los testículos de sus torturados, sino el aplastarse los propios dedos por un descuido en el proceso de tortura. El secuestro va bien si tienes cuidado con no aplastarte los dedos con los que machacas; y, si muy bien, demos entonces gracias a la Virgen de Guadalupe por el feliz final. Lo único que preocupa a los victimadores es que no los agarre la policía. Nuestro victimado amigo Omar nos contó que uno de los secuestradores decía a los demás: vamos a liquidarlo del todo, porque este pinche güey es gente que conoce a gente. Afortunadamente los canallas no sustanciaron su asesinato, y la policía inepta y corrupta pudo sin embargo agarrar a los malandros y meterlos para siempre en chirona: cien años, lo equivalente a cadena perpetua. De algo sirven los policías corruptos cuando éstos son “gente que conoce a gente”. Si no tienes influencias, tus huesos quebrantados desaparecerán en cualquier desierto de la zona.

Mientras tanto, y para no oír el grito de los amartillados, elevamos el volumen del egotismo. Egotismo es una cosa y egoísmo otra; el egotista es un autista, el egoísta es un autista bendecido por las ideologías hegemónicas. Afortunadamente existen benditos del Dios bendito, que escapan a esa perversidad y son argumento de sentido con su optimismo trágico. Cuando te encuentras con ellos, adoptas su magisterio y –sin pretenderlo- te conviertes a tu vez en maestro.

Aplaudo la sensibilidad de Camus al respecto: “En los impresos que le entregaban, no sabía qué poner bajo el rubro ‘profesión de sus padres’. Primero escribió ‘ama de casa’. Pero Pierre le aclaró que ama de casa no era una profesión, sino que designaba a una mujer que se quedaba en casa y se ocupaba de tareas domésticas. –No, dijo Jacques, se ocupa de las casas de los otros y sobre todo de la del mercado de enfrente. –Bueno, dijo Pierre, creo que hay que poner criada. A Jacques nunca se le había ocurrido esta idea, porque criada nunca se pronunciaba en su casa, por lo cual tenía la impresión de que su madre trabajaba ante todo para sus hijos”. Tras comprenderlo, añadió: “Yo grito que no creo en nada y que todo es absurdo, pero no puedo dudar de mi grito y tengo que creer por lo menos en mi protesta”[1].

Se dice que Camus fue un rebelde sin causa, pero fue un rebelde cuya causa era tan profunda, que no necesitaba de causa alguna particular para hacer suya la causa de todos los amartillados. Para nada sirven argumentarios teóricos interminables, tanto que por no terminar nunca comienzan a comenzar. Para Camus bastaba el sufrimiento de cualquier víctima para ser solidario con ella: “La miseria – escribe en las primeras páginas de El revés y el derecho- me impidió creer que todo es bueno bajo el sol y en la historia, pero el sol me enseñó que la historia no lo es todo’. Esto le basta a Camus para entender la rebeldía como la capacidad para negarse a tratar y a ser tratado como objeto.

Sólo desde ahí tiene valor la reconciliación universal, y en ello coincidirían Víktor Frankl y Albert Camus cuando este último escribe: “Esta misma mañana he recibido la carta de un maestro árabe en cuyo pueblo han fusilado los franceses a varios árabes sin juicio, pero al mismo tiempo la llamada telefónica de un amigo francés sobre los obreros franceses asesinados y mutilados en su mismo lugar de trabajo. ¿De qué sirve ahora lanzar unas contra otras a las víctimas del drama argelino? Son la misma familia trágica cuyos miembros se degüellan hoy en plena noche, sin reconocerse, a tientas, en una mêlée de ciegos. Muy pronto Argelia no estará poblada sino por asesinos y víctimas. Muy pronto sólo los muertos serán inocentes. ¿Cómo indignarse por las matanzas de prisioneros franceses, si se acepta que haya árabes fusilados sin juicio? Todo el mundo encuentra autorización en el crimen del otro para seguir hacia adelante. Solo cuando unos y otros sean incapaces de darse cuenta de que sus intereses son comunes habremos perdido la esperanza; pero eso aún no se ha demostrado y tenemos que luchar hasta el final contra lo que nos lleva al odio. Cada muerto separa un poco más a las dos poblaciones, mañana ya no se enfrentarán de un lado y del otro de un foso, sino encima de una fosa común”[2].

Pero carecer de miedo a ser violado resulta difícil, sobre todo cuando se tiene en cuenta que Omar, nuestro amigo, fue violado por su propio padre.

1 Camus, A: El hombre rebelde. Editorial Losada, Buenos Aires, 1957, p.119.

[2] Camus, A: Crónicas argelinas (1939-1958).Alianza Editorial, Madrid, 2014, pp. 137-139.

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