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¿Qué le diría el mal médico al tomador de caña?

 Siempre me he preguntado qué pasará por el corazón del mal médico. Un mal médico tiene siempre muchos problemas mentales para sanar los cuerpos extenuados, agotados, vencidos, declinantes. Al médico malo le ocurre lo mismo con las flores, pan para hoy y hambre para mañana; no soporta su caducidad y le deprime su lucha contra lo inexorable, prefiere los árboles acrónimos, firmes, sólidos, copudos, un poco como Heráclito, de quien se dice que -por no resistir la precariedad de las cosas mudables- mandó que le sacaran los ojos: aquí ceguera, y después gloria.

Seguramente  esa preferencia por la ceguera ante lo inconsolable es miedo pánico a la luz que todavía pueda quedar en la vida declinante del enfermo. Para justificar la decadencia, el alcohólico de la vida (de la cual forman parte los malos médicos) sigue tomando caña: ¿acaso no nos va a tragar al final la tierra a todos? Pues comamos y bebamos, que pronto moriremos. ¿Para qué, se pregunta el vicioso,  quiero yo vivir tantísimos años en tan matusalénico estado insoportable? Pues explotemos el negocio etílico en nuestros propios cuerpos y, así reventados, evitemos sus ruinas. ¿Para qué chingada entubar a una persona en esa cama-cárcel de la que sólo va a salir con los pies por delante, si es que no arrastra consigo misma también a quienes más la cuidaron, exhaustos ya? Eso también le molesta al tomador de caña.

Si yo fuera mal médico de cuerpos, necesitaría argumentos para operar obsesivamente treinta veces al mismo paciente al que se le rompen las mismas suturas una y otra vez por el mismo sitio. Y todo esto sin tener en cuenta que la muerte de algún paciente por algún error médico propio me hubiera generado tales remordimientos, que no hubiera podido poner en su sitio el bisturí. Esa sangre derramada… Cada mañana tendría que sacar fuerzas de flaqueza para vestirme con la misma bata blanca y dar el paso adelante inercial para un trabajo oscuro que mi mente no sabría defender tan fácilmente. Tal vez ese día operaría dos o tres estómagos y después me tomaría un whisky sobre las rocas, convirtiéndome de ese modo en un biólogo con alma de tanatólogo. No sé si un mal médico sabría qué hacer, en suma, con las flores metidas en el jarrón de cloroformo.

¿A mal médico buen enfermo? Algún día no tan lejano tendré que acudir al hospital con gravedad en el rostro buscando árnica, que es lo que hacemos los desagradecidos: criticamos las falencias médicas, y cuando nos recauchutan no damos ni las gracias. La tecnología nos parece fría  e impersonal, y no es que no lo sea, pero es el resultado de tantos y tantos esfuerzos de tantas y tantas gentes honestas y sacrificadas, que en lugar de agradecer su uso, parecemos preferir la eventración de nuestras tripas con un cuchillo de sílex para no perder la costumbre de la cultura de la queja. Y esto por no hablar de tantos pleitos que orquestamos contra el sanador que no ha sabido elongar un brazo cercenado por la segadora. No hay buen médico con un mal enfermo. ¿Habrá más médicos buenos que enfermos buenos? No sé si José Félix Tezanos  podría decirnos la verdad estadística, aunque lo dudo…

Cuando se es sanador de cuerpos, se es también sanador de almas; mejorando la afirmación taurina de que hasta el rabo todo es toro, podríamos decir que hasta el fondo cuerpo y alma son boda. Quien no salva más que el cuerpo sana con demasiada provisionalidad, pues el cuerpo es carne espiritualizada. Dicho esto, el cuerpo acompañado por quien le cuida cuando sufre, sufre de otra manera, y cuando muere no va al corralón de los muertos tras la puñalada trapera de la decadencia irremediable; incluso a punto de burn out sigue ofreciendo su mano sanadora.

No quisiera ponerme lírico bailable, es decir, bonito (bonulum), que es el estadio cursi de lo bello, y que nunca alcanza la esfera profunda de lo bueno (bonum) que late en un sufrimiento con sentido. Sufre más quien se siente menos amado, menos acompañado, menos consolado (con-solar: compartir la soledad). Qué bueno sería sanar al otro como le gustaría que le sanasen a uno mismo, pobre del médico que esto no lo comprenda, por muchos que fueren sus éxitos profesionales. Podrá lograr buenos resultados con su praxis, pero al modo como lo hace el mal psiquiatra: a gorrazos, a pastillazos a golpe de cañón. Pero entonces, desfondado, vaciado, desanimado, desalmado, ¿quién cuidará al médico cuidador? Quien nace tiene que morir, pero el buen médico ayuda a no confundir la muerte y el morir, como lo dejó escrito Martín Descalzo: “Y entonces vio la luz. La luz que entraba por todas las ventanas de su vida. Vio que el dolor precipitó la huida y entendió que la muerte ya no estaba. Morir sólo es morir. Morir se acaba. Morir es una hoguera fugitiva. Es cruzar una puerta a la deriva y encontrar lo que tanto se buscaba. Acabar de llorar y hacer preguntas; ver al Amor sin enigmas ni espejos; descansar de vivir en la ternura; tener la paz, la luz, la casa juntas y hallar, dejando los dolores lejos, la Noche-luz tras tanta noche oscura”.

Las terapias cosificadoras que reducen el bien al gozo, y el gozo a la materia en favor de una simple limpieza de cara a la que denominan desintoxicación, dejando intacto el tóxico básico que es la carencia de sentido de la existencia, disparan a la baja si el hombre ha salido de la rata y a ella regresa; o al alza, a la neurotecnología del hombre-chip. Sustituida la antropología por la ratología y por la chipología, lo correcto sería poner a tus hijos Ratita para ella y Microchip para él, qué linda parejita. O también Esmeralda, Gema, o Rubí, auténticas joyitas.  El nombre de mi hija médica es Esperanza, mi amada niña. Iba a decir –pasión de padre tonto– que, con ella como médico de cabecera amoroso, da gusto estar malo.

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