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San Juan Climaco y la muerte

San Juan Clímaco, uno de los pseudónimos de Kierkegaard, refiere en calidad de testigo de vista que “en un monasterio de su tiempo había un monje descuidado en su vida, el cual, llegando a punto de muerte, fue arrebatado en espíritu por un grande espacio, donde vio el rigor y severidad espantosa de este particular juicio. Y, como después, por especial dispensación de Dios, alcanzase espacio de penitencia, rogó a todos los monjes que presentes estábamos que nos saliésemos de su celda, y cerrando él la puerta a piedra y lodo, quedose dentro hasta el día que murió, que fue por espacio de doce años, sin salir jamás de allí, ni hablar palabra a nadie, ni comer otra cosa todo aquel tiempo, sino sólo pan y agua.

Y, asentado en su celda, estaba como atónito, revolviendo en su corazón lo que había visto en aquel arrebatamiento; y tenía tan fijo el pensamiento en ello, que así también tenía el rostro fijo en un lugar, sin volverlo a una parte ni a otra, derramando a la continua muy fervientes lágrimas, las cuales corrían, hilo a hilo, por sus ojos. Y, llegada la hora de su muerte, rompimos la puerta, que estaba, como dije, cerrada, y entramos todos los monjes de aquel desierto en su celda, y rogámosle con toda humildad nos dijese alguna palabra de edificación, y no dijo más que sola esta: ‘Dígoos de verdad, padres, que si los hombres entendiesen cuán espantoso es este último trance y juicio de la muerte, estarían muy lejos de ofender a Dios’”[1].

Parece que en estos aspectos, afortunadamente, la histeria socio-religiosa que tanto contentaba a Fray Luis de Granada y a su generación ha cambiado diametralmente: hoy la psicopatología describiría ese trastorno colectivo de la personalidad como una situación límite, border. De todos modos, los ejercicios espirituales con la calavera sobre la mesa del jesuita, la bola redonda para trasladarse al imaginario de las penas infinitas y eternas del infierno, y la oscuridad de los lugares donde los ejercitantes recibíamos aquellas famosas indoctrinaciones que todavía tenían lugar en la España de los años cincuenta, a mí me afectaba muy negativamente, tal vez porque no era tan valiente como los niños que me acompañaban, los cuales no tardaban ni un amén en pasar del terror a la mundanidad más desenfadada. Era una pedagogía catequética que a lo largo de siglos de distorsión y de ensañamiento llegaba refinada hasta mis tiernas carnes y me llevaba otra vez al confesionario al rato de haberme confesado, por si Dios me castigaba con su absoluta minuciosidad en el repaso de mis culpas, mis grandes culpas, mis máximas culpas. Aquello me convirtió en un neurótico obsesivo, y sólo el amor de Dios, el de mi gente, y el trato con los que sufrían por motivos reales me fue sacando del pozo, hasta el punto de que cada mañana me asombro de encontrarme bien hoy.

Nunca he podido ponerme en la piel de mis hiper-ateos compañeros de generación, especialmente de los cagamendioses cualificados, aquellos que han venido después haciendo mofa y befa de todo aquello, los Savater, Sádaba y compañía, esos mis compañeros, que salieron indemnes y se tomaban sus cañas con Satanás y sus pompas. No he sido capaz de creerles. No sé qué mecanismos de trans-substanciación han tenido lugar en sus personas impermeabilizadas.

Afortunadamente, de todas aquellas aberraciones teológicas se ha ido saliendo, a pesar de la nostalgia recidivante de algunos católicos, que desde perspectiva distinta parecen sentirse cerca de las sectas satánicas y de las locuras exotéricas, esotéricas y maléficas, es decir, de su fascinación sadomasoquista por el mal.

Mucho después de tales tenebrosidades, en nuestras correrías apostólicas, mi compañero de fatigas José Manuel Linares rezaba por la noche, y yo con él, algo a lo que tampoco yo mismo estaba acostumbrado hasta entonces, y que es tan sencillo como esto: “Que el Señor nos dé una buena muerte”. Ya está. No es todo, pero es mucho. Hoy, como psicólogo, trabajo en lo que se denomina tanatología, que no es el arte de ahorrarse duelos, sino el de vivir como si fuéramos a morir, y de morir como si fuéramos a vivir. En esta frase compendio mis últimos libros: sicut vita, finis ita: morirás como has vivido.

En los entierros que corren, afortunadamente, no se ven plañideras, sino parafernalias, gafas de sol para que los demás intuyan lo que hemos llorado por el difunto, y luego dispersión generalizada una vez que el furgón contratado regresa a casa. Esa es en la actualidad una forma trivial, pero usual, de vivir muertos, forma que, si afortunadamente no me mueve a hipocondría, me entristece. Para evitar que las llamas del infierno quemen eternamente al cadáver por lo mucho que han robado, lo queman inmediatamente post mortem y de esa forma se adelantan a la calaca. Catarsis cumplida: no duele, luego no hay duelo, y que se salve quien pueda.

[1] Fray Luis de Granada: Guía de pecadores. Apostolado de la Prensa, Madrid, 1937, pp. 32-33.

2 comentarios

  • mª pilar

    Siento de veras toda su experiencia de dolor-castigo-tenebrosidad; y me alegra inmensamente que se encuentre lejos de todo ese sufrimiento.

    Mi experiencia de EE. es muy distinta; para mí, eran momentos de silencio interior, he ir descubriendo mis propios tejidos.

    Hace muchos años, los hice:

    ¡EE. En la vida diaria!

    Geniales, me asentaron en una nueva y muy esperanzadora realidad; aprendí ha mirar cuanto me rodeaba, sin infiernos (bastantes hemos creado aquí en la tierra) para pensar, que…”Dios”.. ha creado uno con sufrimientos sin fin.

    ¿No es suficiente, el dolor creado por nosotros mismos, que divulgamos el otro?

    Desde muy niña, aprendí…por libre decisión…ha no admitir todo aquello que chirriaba en mi interior. Si yo, insignificante creatura, se me han regalado unas entrañas de misericordia:

    ¿Cómo puedo creer en un “Dios” terrible?

    Y me aferré ha esas “miradas” que nacían en mi interior, sin saber de donde venían. Leía los evangelios, a poquitos, como me enseñó una persona totalmente enamorada de su Proyecto de Vida; escuchando aquello que se hacía luz en mi interior, después de leer un texto; y por como están las “cosas” parece ser, que no iba desencaminada. Alguna vez, alguno de mis profesores me preguntaba:

    ¿Cómo llegas a esa mirada?

    ¡No lo sé! Pero me acojo a ella fielmente, y es formidable.

    En estos tiempos tan complicados, he escrito una carta a mis hij@s y familia, donde les expongo mis últimos deseos. No quiero duelos, ritos, una casita para que me recuerden…deseo, que asumiendo el dolor de la partida, ell@s estén juntos, rememorando los buenos y no tan buenos recuerdos que tengan de mi personilla; que se diviertan con ello, y sigan sus vidas siempre adelante.

    Si los recuerdos son gratos, seguiré  en sus corazones, siempre que ello@s lo necesiten.

    Me siento en paz, confiada y dichosa por tanto como he recibido; mi ser todo está agradecido.

    Un abrazo entrañable.

  • Alberto Revuelta

    He leído a Savater en varios escritos expresando su dolor, sus penas, sus miedos y soledades como consecuencia de la muerte , imprevista siempre, de su esposa. La vida, con o sin ejercicios espirituales, lleva dosis suficientes de dolores, duelos y penas, muy negras algunas, como para olvidar secularmente los terrores inficcionados por las huestes de Ignacio de Loyola. Los de las gafas oscuras de las  parafernalias actuales en los tanatorios llevan su alma en su alma río y sus penas en su pastillero de diario. Pero penar, penan. Nuestras abuelas ya avisaban de que Dios castigaba y no con palos.

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