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Discurso “Alemania en y con Europa” de Helmut Schmidt

Discurso “Alemania en y con Europa” de Helmut Schmidt, excanciller alemán, ante el Congreso Federal Ordinario del Partido Socialdemócrata Alemán (SPD) el 4 de diciembre de 2011 en Berlín.

[Texto íntegro, tomado de la página de los Socialistes Catalans-PSC]

[Ver también vídeo breve de Helmut en el Congreso del PSD]

¡Queridos amigos, Señoras y Señores!

Déjenme comenzar con una observación personal. Cuando Sigmar Gabriel, Frank-Walter Steinmeier y mi partido me invitaron una vez más a colaborar, recordé con placer cómo, hoy hace 65 años, Loki y yo pintábamos de rodillas en el suelo carteles para el SPD en Hamburg-Neugraben. No obstante, debo reconocer al mismo tiempo que a la vista de toda la política del partido ya me encuentro, por mi edad, más allá del bien y del mal. Desde hace tiempo, considero más importante ocuparme de los cometidos de nuestra nación y de su papel en el insoslayable marco de la unión europea.

Al mismo tiempo, me satisface poder compartir esta tribuna con nuestro vecino noruego Jens Stoltenberg, quien, en medio de una honda desgracia para su país, nos ha dado un ejemplo a seguir a nosotros y a todos los europeos, de un liderazgo constitucional, liberal y democrático irreductible.

HelmutComo el anciano que ya soy, uno piensa de forma natural a muy largo plazo, tanto hacia el pasado en la historia, como hacia delante, hacia un futuro esperado y ambicionado. Sin embargo, desde hace unos días no puedo encontrar una respuesta clara a una cuestión muy sencilla. Wolfgang Thierse me preguntó: “¿Cuándo será Alemania, por fin, un país normal?” Y yo le respondí: En un plazo previsible, Alemania no será un país “normal”, debido a nuestra monstruosa y, sin embargo, extraordinaria carga histórica. Y además a ello se opone nuestra posición central sobreponderada tanto demográfica como económicamente, en medio de este continente nuestro tan pequeño pero dividido en tantos Estados nacionales.

Y así me hallo en medio del complejo tema de mi discurso: Alemania en, con y para Europa.


  • Motivos y orígenes de la integración europea

Aún cuando en algunos pocos Estados de los alrededor de 40 que conforman Europa, la conciencia actual de nación se ha desarrollado más bien de forma tardía, como en Italia, Grecia y Alemania, siempre ha habido por todas partes sangrientas guerras. Podemos interpretar esta historia europea, desde el punto de vista centroeuropeo, como una serie interminable de luchas entre la periferia y el centro y, viceversa, entre el centro y la periferia, siendo el centro una y otra vez el campo de batalla decisivo.

Cuando los soberanos, los Estados o los pueblos del centro de Europa eran débiles, sus vecinos de la periferia avanzaban hacia el débil centro. La mayor destrucción y las mayores pérdidas en proporción en vidas humanas tuvieron lugar en la Guerra de los Treinta Años entre 1618 y 1648, con Alemania como escenario principal. Alemania era entonces un puro concepto geográfico, definido vagamente solo por el área de habla alemana. Más tarde llegaron los franceses bajo el reinado de Luis XIV y, de nuevo, bajo Napoleón. Los suecos solo llegaron una vez, a diferencia de los ingleses y los rusos, la última vez bajo Stalin.

Pero cuando las dinastías o los Estados del centro de Europa eran fuertes, ¡o cuando se sentían fuertes!, entonces eran ellos quienes atacaban la periferia. Así sucedió ya en las Cruzadas, que eran al mismo tiempo expediciones de conquista, no solo en dirección a Asia Menor y Jerusalén, sino también en dirección a la Prusia oriental y a los tres países bálticos actuales. En la Edad Moderna, fueron la guerra contra Napoleón y las tres guerras de Bismarck, en los años 1864, 1866 y 1870-71.

Lo mismo vale especialmente para la “Segunda Guerra de los Treinta Años” desde 1914 hasta 1945. Vale especialmente para los ataques de Hitler hasta el cabo Norte, hasta el Cáucaso, hasta la isla griega de Creta, hasta el sur de Francia e incluso hasta Tobruk, junto a la frontera entre Libia y Egipto. La catástrofe de Europa, provocada por Alemania, incluyó la catástrofe de los judíos europeos y la catástrofe de la nación alemana.

No obstante, los polacos, los países bálticos, los checos, los eslovacos, los austriacos, los húngaros, los eslovenos y los croatas ya habían compartido previamente el destino de los alemanes, en tanto que todos ellos, desde hace siglos, han sufrido debido a su posición geopolítica central en este pequeño continente europeo. Dicho de otro modo: muchas veces, nosotros, los alemanes, hemos hecho sufrir a otros por nuestra posición de fuerza centralizada.

Hoy en día, son los derechos territoriales encontrados, los conflictos lingüísticos y fronterizos, que todavía desempeñaron un papel muy importante en la primera mitad del siglo XX en la conciencia de las naciones, los que de facto han perdido ampliamente su significado, al menos para nosotros, los alemanes.

Mientras en la conciencia de la opinión pública y en la opinión oficial de las naciones de Europa se ha perdido en gran medida el conocimiento y el recuerdo de las guerras de la Edad Media, el recuerdo de las dos guerras mundiales del siglo XX y de la ocupación alemana sigue jugando un papel dominante latente.

Para nosotros, los alemanes, me parece que lo determinante es que casi todos los vecinos de Alemania –y, además, casi todos los judíos del mundo– se acuerdan del Holocausto y de las atrocidades que se cometieron durante la ocupación alemana de los países de la periferia. Nosotros, los alemanes, no somos lo suficientemente conscientes de que en casi todos nuestros países vecinos es probable que siga existiendo durante muchas generaciones un recelo latente contra los alemanes.

También las futuras generaciones de alemanes deberán vivir con esta carga histórica. Y las actuales no deben olvidar que fue el recelo hacia un desarrollo futuro de Alemania lo que motivó, en 1950, el inicio de la integración europea.

Churchill tenía dos motivos en 1946, cuando en su gran discurso a los franceses en Zúrich apeló a reconciliarse con los alemanes y a formar con ellos los Estados Unidos de Europa: en primer lugar, la defensa común ante lo que parecía una amenaza, la Unión Soviética, y en segundo lugar, la integración de Alemania en una asociación occidental más amplia. Y es que Churchill preveía el resurgimiento de Alemania.

Cuando en 1950, cuatro años después del discurso de Churchill, Robert Schuman y Jean Monnet diseñaron el Plan Schuman para agrupar la industria pesada de la Europa Occidental, el motivo fue el mismo: la integración de Alemania. Charles de Gaulle, quien diez años más tarde tendió la mano a Konrad Adenauer en un gesto de reconciliación, también actuó movido por el mismo motivo.

Todo esto sucedía desde una conclusión realista de un desarrollo futuro considerado posible y, al mismo tiempo, temido, del poder alemán. No fue el idealismo de Victor Hugo, el que apeló a la unión de Europa en 1849, ni ningún otro idealismo, los que estuvieron detrás de los inicios de la integración europea de 1950-52, limitada en aquel entonces a la Europa Occidental. En aquel entonces, los jefes de Estado de Europa y Estados Unidos (como George Marshall, Eisenhower o también Kennedy, pero sobre todo Churchill,

Jean Monnet, Adenauer y de Gaulle o también de Gasperi y Henri Spaak) no actuaron movidos, en absoluto, por un idealismo europeo, sino desde el conocimiento de la historia europea hasta la fecha. Actuaron desde una visión realista por la necesidad de evitar que se prolongara la lucha entre la periferia y el centro alemán. Aquellos que no hayan comprendido este motivo inicial de la integración de Europa, que aún hoy sigue siendo un elemento fundamental, carecen de una condición previa imprescindible para poder resolver la actual crisis europea, marcada por una gran precariedad.

Cuanto más peso adquiría la entonces República Federal Alemana en el aspecto económico, militar y político durante los años 60, 70 y 80 del siglo pasado, tanto más les parecía a los dirigentes de los Estados europeos occidentales que la integración europea era una garantía contra la posibilidad de que los alemanes se dejaran seducir, una vez más, por la política de la fuerza. Las reticencias iniciales de, p. ej., Margaret Thatcher, Mitterrand o Andreotti en 1989-90 contra una reunificación de las dos naciones alemanas surgidas tras la guerra, se basaba claramente en la preocupación ante una Alemania fuerte en el centro de este pequeño continente

europeo.
En este momento me permito un pequeño inciso personal. Escuché a Jean Monnet cuando participaba en su comité “Pour les États-Unis d’Europe”. Corría el año 1955. Jean Monnet es uno de los franceses con una mayor visión futurista y progresista que he conocido en mi vida –por cierto, también en materia de integración por su concepto de un proceso gradual hacia la integración de Europa.

Desde entonces, me convertí en un entusiasta de la integración europea desde el punto de vista del interés estratégico de la nación alemana, no desde el idealismo, y en un entusiasta de la implicación de Alemania, y lo sigo siendo. (Eso me llevó a una controversia sin importancia para Kurt Schumacher, mi muy estimado presidente del partido, pero muy seria para mí, que regresaba de la guerra con apenas 30 años.) Me llevó en los años 50 a aceptar los planes del entonces ministro de Exteriores polaco Rapacki. A comienzos de la década de los 60, escribí un libro en contra de la estrategia occidental oficial de la represalia estratégica nuclear, con la que entonces la OTAN amenazaba a la poderosa Unión Soviética y en la que seguimos estando integrados en la actualidad.

  • La Unión Europea es necesaria.

De Gaulle y Pompidou continuaron en la década de los 60 y los 70 con la integración europea, para involucrar a Alemania, pero no querían comprometer su propio Estado a toda costa. Posteriormente, el buen entendimiento que existió entre Giscard d’Estaing y yo, condujo a un periodo de cooperación franco-germana y a la continuación de la integración europea que, tras la primavera de 1990 prosiguió con éxito entre Mitterrand y Kohl. Paralelamente, desde 1950-52 hasta 1991 la Comunidad Europea fue creciendo gradualmente de seis Estados miembros a doce.

Gracias a los trabajos preparatorios de Jacques Delors (entonces Presidente de la Comisión Europea), Mitterrand y Kohl firmaron en 1991 en Maastricht el acuerdo para el nacimiento de la moneda común, el euro, que diez años después, en el 2001, se convirtió en una realidad. La razón, no obstante, se hallaba en la inquietud francesa ante una Alemania predominante, para ser más preciso: ante un marco alemán fuerte.

Desde entonces, el euro se ha convertido en la segunda moneda más importante de la economía mundial. Esta moneda europea posee, tanto en las relaciones internas como externas, mayor estabilidad que el dólar estadounidense y ha sido más estable que el marco alemán en sus últimos diez años. Todo lo dicho y escrito sobre una presunta “crisis del euro” no es más que palabrería frívola de medios, periodistas y políticos.

Sin embargo, desde Maastricht en 1991-92, el mundo ha experimentado profundos cambios. Hemos vivido la liberación de las naciones del Este de Europa y la implosión de la Unión Soviética. Hemos vivido el increíble auge de China, India, Brasil y otros “países emergentes”, a los que antes se conocía colectivamente como el “tercer mundo”. Al mismo tiempo, las economías nacionales reales de la mayor parte del mundo se han “globalizado”, es decir: casi todos los países del mundo dependen los unos de los otros. Sobre todo, los actores de los mercados financieros globalizados han adquirido, por el momento, un poder incontrolado.
Pero simultáneamente, y casi de forma imperceptible, la humanidad se ha multiplicado rápidamente hasta llegar a los 7000 millones de personas. Cuando yo nací apenas éramos 2000 millones. ¡Todos estos profundos cambios han tenido enormes consecuencias para los pueblos de Europa, sus Estados y su bienestar!

Por otro lado, todas las naciones europeas están envejeciendo, y por doquier disminuye su población. A mediados de este siglo, se prevé que la población de la Tierra llegue incluso a los 9000 millones de habitantes, mientras que la población conjunta de las naciones europeas solo representará el 7 por ciento de la población mundial. ¡El 7 por ciento de 9000 millones! Hasta el año 1950, los europeos habían representado durante dos siglos más del 20 por ciento de la población mundial. Pero desde hace 50 años, los europeos somos cada vez menos, no solo en cifras absolutas, sino sobre todo en relación con Asia, África y Latinoamérica. Igualmente disminuye la aportación de los europeos al producto social mundial, es decir, a la creación de valor de toda la humanidad. Hasta el 2050 disminuirá a un 10 por ciento, aproximadamente; en 1950 todavía era del 30 por ciento.

En 2050 cada una de las naciones europeas será únicamente una fracción del 1 por ciento del total de la población mundial. Es decir: si queremos albergar la esperanza de que nosotros, los europeos, jugaremos un papel importante en el mundo, solo lo podremos conseguir conjuntamente. Porque como Estados aislados, ya sea Francia, Italia, Alemania o bien Polonia, Holanda, Dinamarca o Grecia, ni siquiera representaremos un tanto por ciento de la población mundial, sino solamente un tanto por mil.
De ahí el interés estratégico de los Estados europeos a largo plazo por su unión integradora. Este interés estratégico por la integración europea cobra cada vez mayor importancia. Algo de lo que hasta ahora no son conscientes las naciones en su mayor parte. Tampoco sus Gobiernos les conciencian al respecto.

Pero si la Unión Europea no alcanza en las próximas décadas una capacidad de acción conjunta, ni que sea limitada, puede producirse una marginación auto infligida de cada uno de los Estados europeos y de la civilización europea. Tampoco podemos excluir, en dicho caso, un resurgimiento de las pugnas por la competencia y el prestigio entre los Estados que conforman Europa. En tal caso, apenas podría desarrollarse la integración de Alemania. El antiguo juego entre el centro y la periferia podría repetirse de nuevo.

El proceso de divulgación a nivel mundial, de la extensión de los derechos de todos los seres humanos y de su dignidad, de la garantía constitucional y de la democratización dejaría de recibir un impulso efectivo de Europa. A la luz de estos aspectos, la comunidad europea se convierte en algo vital para los Estados nacionales de nuestro antiguo continente. Esta necesidad va más allá de los motivos de Churchill y de Gaulle. Pero también trasciende los motivos de Monnet y de Adenauer, al igual que los de Ernst Reuter, Fritz Erler, Willy Brandt e, incluso, Helmut Kohl.

Y yo añado que todo esto es cierto, pero seguimos hablando de la implicación de Alemania. Por esta razón, nosotros, los alemanes, debemos ser conscientes de nuestra propia tarea, de nuestro propio papel en el marco de la integración europea.
Alemania precisa continuidad y fiabilidad.

Si observamos Alemania a finales del año 2011 desde el exterior con los ojos de nuestros vecinos, tanto los directos como otros más alejados, veremos que, desde hace una década, Alemania provoca malestar y, últimamente, también inquietud política. En los últimos años han aflorado serias dudas sobre la firmeza de la política alemana. La confianza en la fiabilidad de la política alemana está dañada.

Estas dudas e inquietudes se deben a errores en la política exterior de nuestros políticos y Gobiernos alemanes y a la fortaleza económica de la Alemania reunificada, que sorprende al mundo. Nuestra economía nacional ha evolucionado desde los años 70, cuando todavía estaba dividida en dos, hasta convertirse en la mayor de Europa. Es una de las economías nacionales más potentes en la actualidad en el aspecto tecnológico, político-financiero y socio-político. Nuestra fortaleza económica y nuestra paz social, tan estable comparativamente desde hace décadas, también han despertado envidias, especialmente porque nuestra tasa de desempleo y nuestra tasa de endeudamiento están claramente dentro de la normalidad internacional.

Ahora bien, no somos plenamente conscientes de que nuestra economía está integrada en gran medida tanto en el mercado común europeo como, al mismo tiempo, en el mundo globalizado y, por ello, depende de la coyuntura mundial. Por esta razón, en los próximos años experimentaremos un crecimiento muy discreto de nuestras exportaciones.

Al mismo tiempo, se ha producido una anomalía grave en el desarrollo, concretamente unos superávits enormes y continuados de nuestra balanza comercial y de nuestra balanza de pagos. Los superávits suponen desde hace años alrededor del 5 por ciento de nuestro producto social. Son muy similares a los excedentes de China. Es algo de lo que no somos conscientes porque no se refleja en superávits en marcos alemanes, sino en euros. Pero es necesario que nuestros políticos también sean conscientes de esta circunstancia.

Y es que todos nuestros superávits son, en realidad, los déficits de otros países. Los créditos que les hemos concedido a sus deudas. Se trata de una irritante infracción del “equilibrio de la economía exterior”, que nosotros convertimos, en su día en un ideal jurídico. Esta infracción debe intranquilizar a nuestros socios. Y cuando recientemente, voces extranjeras, mayoritariamente estadounidenses, aunque ya proceden de otros muchos países también, exigen a Alemania un papel de líder europeo, todo esto también despierta en nuestros vecinos más suspicacias y recelos. Y despierta malos recuerdos.

Esta evolución de la economía y la crisis simultánea de la capacidad de acción conjunta de los órganos de la Unión Europa han empujado a Alemania a adoptar, una vez más, un papel principal. Conjuntamente con el presidente francés, la canciller alemana ha aceptado este papel de buen grado. Pero en muchas capitales europeas, así como en los medios de algunos países vecinos, aflora de nuevo una preocupación creciente por la dominancia alemana. Esta vez no se trata de un abrumador poder centralizado de tipo militar y político ¡sino de un abrumador centro económico!

Llegados a este punto, es necesario advertir de forma ponderada a los políticos alemanes, a los medios y a nuestra opinión pública.
Si nosotros, los alemanes, nos dejáramos llevar, por nuestra fortaleza económica, a reclamar un papel de liderazgo político en Europa o, al menos, a actuar como primus inter pares (primero entre iguales), una creciente mayoría de nuestros países vecinos se opondría a ello activamente. La inquietud de la periferia ante un centro europeo demasiado fuerte resurgiría rápidamente. Las consecuencias probables de dicha evolución serían destructivas para la UE. Y Alemania caería de nuevo en el aislamiento.

La República Federal Alemana, tan grande y tan eficiente, necesita, ¡también para protegerse de nosotros mismos!, la inclusión en la integración europea. Por ello, desde 1992, desde los tiempos de Helmut Kohl, el artículo 23 de la Constitución alemana nos obliga a colaborar “… en el desarrollo de la Unión Europea”. Para esta colaboración, el artículo 23 también nos obliga al “principio de subsidiariedad…”. La crisis actual de la capacidad de acción de los órganos de la UE no altera en absoluto estos principios.
Nuestra posición geopolítica central, nuestro desafortunado papel en la historia europea hasta mediados del siglo XX, así como nuestra productividad actual, requiere de cada Gobierno alemán un elevado nivel de solidaridad para con nuestros socios de la UE.

  • Y nuestra ayuda resulta imprescindible.

Nosotros, los alemanes, no hemos sido los únicos que han contribuido a nuestra enorme reconstrucción de las últimas seis décadas y no se ha conseguido solo por nuestros propios medios. No habría sido posible sin la ayuda de las potencias vencedoras occidentales, sin nuestra inclusión en la comunidad europea y en la OTAN, sin la ayuda de nuestros vecinos, sin el resurgimiento político en Europa del Este y sin el fin de la dictadura comunista. Nosotros, los alemanes, tenemos motivos para estar agradecidos. Y al mismo tiempo debemos demostrar que somos dignos de la solidaridad que recibimos entonces con nuestra propia solidaridad hacia nuestros vecinos.

Al contrario, aspirar a un papel propio en la política mundial y al prestigio político mundial sería bastante inútil, probablemente incluso perjudicial. En todo caso, la cooperación estrecha con Francia y Polonia, así como nuestros vecinos y socios en Europa, sigue siendo indispensable.

Estoy convencido de que el interés cardinal, estratégico a largo plazo de Alemania radica en no aislarse y en no dejarse aislar. Un aislamiento dentro de Occidente sería peligroso. Un aislamiento dentro de la Unión Europea o de la Eurozona sería muy peligroso. Para mí, este interés de Alemania está claramente por encima de los intereses tácticos de cualquier partido político.

Los políticos alemanes y los medios alemanes tienen la condenada obligación y el deber de defender esta visión constantemente ante la opinión pública.

Pero cuando alguien da a entender que hoy y en el futuro se hablará alemán en Europa; cuando un ministro de Asuntos Exteriores alemán opina que las apariciones televisivas en Trípoli, El Cairo o Kabul son más importantes que los contactos políticos con Lisboa, Madrid, Varsovia o Praga, con Dublín, La Haya, Copenhague o Helsinki; cuando otro opina que tiene que impedir una “unión de transferencias” europea, entonces todo eso es pura fanfarronería nociva.

¡Es cierto que Alemania ha sido un pagador neto durante décadas! Podíamos permitírnoslo y lo hemos hecho desde la época de Adenauer. Y por supuesto, los receptores netos siempre eran Grecia, Portugal o Irlanda.

Hoy en día, la clase política alemana quizá no es suficientemente consciente de esta solidaridad. Pero hasta ahora era algo natural. E igual de natural, y desde Lisboa contractualmente obligatorio, es el principio de subsidiariedad: la Unión Europea deberá asumir las tareas que un Estado no pueda regular o superar por sí mismo.

Desde el Plan Schuman, Konrad Adenauer aceptó las ofertas francesas siguiendo un instinto político correcto y con las reticencias tanto de Kurt Schumacher, como, más tarde, de Ludwig Erhard. Adenauer valoró correctamente el interés estratégico de Alemania a largo plazo, ¡a pesar de la sostenida división de Alemania! Todos sus sucesores, incluyendo a Brandt, Schmidt, Kohl y Schröder, han continuado con la política de integración de Adenauer.

Todas las tácticas de la política diaria, de la política interior y exterior nunca han puesto en tela de juicio el interés estratégico de los alemanes a largo plazo. Por eso, nuestros vecinos y socios han podido confiar durante décadas en la continuidad de la política europea de Alemania, y independientemente de los cambios de Gobierno. La continuidad también es aconsejable en el futuro.
La situación actual de la UE requiere dinamismo

Las contribuciones alemanas de concepto se daban siempre por supuestas. Y así debería ser, también, en el futuro. Por otro lado, no deberíamos anticiparnos al futuro lejano. De todos modos, las modificaciones contractuales podrían corregir solo en parte los hechos consumados, las omisiones y los fallos cometidos en Maastricht hace veinte años. Las propuestas actuales de modificación del Tratado de Lisboa en vigor me parecen poco útiles para el futuro inmediato, cuando uno recuerda las dificultades que se han venido teniendo con la ratificación por parte de todas las naciones, o por los referéndums no aprobados por la población.

Por eso estoy de acuerdo con el Presidente de la República Italiana, Giorgio Napolitano, que a finales de octubre, en un discurso memorable, exigió que hoy nos concentremos en lo que es necesario hacer hoy. Y que además debemos agotar las posibilidades que nos brinda el Tratado de la UE en vigor, especialmente para reforzar las normas presupuestarias y la política económica en el área monetaria del euro.

¡La actual crisis de la capacidad de acción de los órganos de la Unión Europea creados en Lisboa no puede durar años! Con la excepción del Banco Central Europeo, estos órganos –el Parlamento Europeo, el Consejo Europeo, la Comisión Europea y los Consejos de Ministros– han aplicado solo unas pocas medidas eficaces desde la superación de la aguda crisis bancaria de 2008 y especialmente desde la posterior crisis de endeudamiento de los Estados.

No hay ninguna fórmula magistral para superar la actual crisis de liderazgo de la UE. Son necesarios muchos pasos, algunos simultáneos, otros sucesivos. No solo se necesitará discernimiento y dinamismo, ¡sino también paciencia! A este respecto, las aportaciones de concepto alemanas no pueden limitarse a eslóganes. No deberían exponerse en la televisión, sino confidencialmente en los grupos de los órganos de la UE. Nosotros, los alemanes, no debemos presentar a nuestros socios europeos nuestra normativa económica ni social, y tampoco nuestro sistema federativo ni financiero y presupuestario, como ideal o como norma, sino únicamente como un ejemplo más entre otros.

Todos somos responsables de las consecuencias futuras en Europa de lo que hace o deja de hacer actualmente Alemania. Para ello necesitamos el sentido común europeo. Pero no solo necesitamos sentido común, también un corazón compasivo para con nuestros vecinos y socios.

En un punto importante coincido con Jürgen Habermas, que ha afirmado recientemente que –cito– “¡¡…por primera vez en la historia de la UE vivimos un retroceso de la democracia!!” (fin de la cita). Y así es: ¡no solo el Consejo Europeo junto con su Presidente, también la Comisión Europea junto con su Presidente, y los diversos Consejos de Ministros y toda la burocracia de Bruselas, todos ellos han dejado de lado el principio democrático! En aquella época en que introdujimos el sufragio popular para el Parlamento Europeo, caí en el error de pensar que el Parlamento cobraría importancia por sí mismo. De hecho, hasta ahora no ha ejercido ninguna influencia reconocible en la superación de la crisis, porque sus consejos y decisiones no han mostrado hasta ahora ningún efecto público.

Por ello quisiera apelar a Martin Schulz: Ya es hora de que usted y sus colegas cristianodemócratas, socialistas, liberales y verdes, se hagan escuchar conjuntamente ante el espacio público, pero de forma drástica. Probablemente el campo más adecuado para dicha reafirmación del Parlamento Europeo sea la supervisión, a todas luces insuficiente desde el G20 de 2008, de los bancos, de las bolsas y de sus instrumentos financieros.

Ciertamente, miles de agentes financieros de EE.UU. y Europa, a los que se han sumado algunas agencias de calificación, han tomado como rehenes a los responsables políticos de Europa. No cabe esperar que Barack Obama haga mucho al respecto. Lo mismo digo del Gobierno británico. Es verdad que en 2008-2009 los gobiernos de todo el mundo rescataron a los bancos con garantías y con el dinero de los contribuyentes. Pero desde 2010 esta horda de gestores financieros, extremadamente inteligentes pero propensos a la psicosis, han vuelto a jugar su viejo juego de beneficios y bonificaciones. Un juego de azar en el que salen perdiendo los que no juegan y que Marion Döhnhoff y yo ya tildamos de muy peligroso en los años 90.

Si nadie más quiere actuar, deberán hacerlo los países del euro. Para ello puede servir la vía indicada en el artículo 20 del actual Tratado de Lisboa de la UE. Aquí se prevé expresamente que uno o varios miembros de la UE “…instauren entre sí una cooperación reforzada”. En todo caso, los Estados participantes en la moneda común deberían desarrollar conjuntamente para la zona euro regulaciones de intervención de sus mercados financieros comunes. Desde la separación, por un lado entre bancos comerciales convencionales y, por otro, bancos de inversión y bancos en la sombra, pasando por la prohibición de ventas al descubierto de títulos a futuro, y la prohibición de negociar con derivados, si no está permitido por los consejos reguladores oficiales de las bolsas, hasta la limitación eficaz de las operaciones que afectan al espacio monetario europeo por parte de las agencias de calificación no supervisadas por el momento. No quiero seguir agobiándoles, Señoras y Señores, con otros pormenores.

Por supuesto que el lobby bancario globalizado se opondría por todos los medios. Hasta ahora ha evitado todas las regulaciones interventoras. Ha conseguido que sus hordas de agentes pongan en serios apuros a los Gobiernos europeos, que han tenido que inventar una y otra vez “paquetes de rescate” – y ampliarlos con “palanca”. Ya va siendo hora de oponer resistencia. Cuando los europeos reúnan el valor y la fuerza para una regulación interventora de los mercados financieros, podremos volver a medio plazo a una zona de estabilidad. Pero si fallamos, el peso de Europa seguirá disminuyendo, y el mundo avanzará hacia un duunvirato entre Washington y Pekín.

Para el futuro inmediato de la zona euro siguen siendo ciertamente necesarios todos los pasos anunciados y considerados hasta ahora. Entre ellos están los fondos de rescate, los límites superiores de endeudamiento y su control, una política económica y fiscal común, y además una serie de reformas nacionales que afectan a la política fiscal, de gasto, social y del mercado laboral. Pero será también forzosamente inevitable un endeudamiento común. Nosotros, los alemanes, debemos renunciar a ser egoístas con nuestros intereses nacionales.

Pero tampoco debemos, bajo ningún concepto, propagar por toda Europa una política de deflación extrema. Creo más bien que Jacques Delors tenía razón cuando pedía, junto con el saneamiento de los presupuestos, iniciar y financiar al mismo tiempo proyectos que fomenten el crecimiento. Ningún Estado puede sanear su economía sin crecimiento, sin nuevos puestos de trabajo. Quien así lo crea, que Europa puede sanearse con recortes presupuestarios, debería estudiar las fatales consecuencias de la política de deflación de Heinrich Brüning en 1930-32. Desencadenó una depresión y una cifra de paro insoportable y además provocó al hundimiento de la primera democracia alemana.

  • A mis amigos

Como colofón, queridos amigos: en realidad, nosotros, los socialdemócratas, no debemos dejarnos predicar tanto la solidaridad internacional. Porque la socialdemocracia alemana es, desde hace siglo y medio, favorable a la internacionalidad – en mucho mayor medida que generaciones de liberales, conservadores o nacionalistas alemanes. Nosotros, los socialdemócratas, nos hemos aferrado tanto a la libertad como a la dignidad de cada ser humano. Nos hemos aferrado al mismo tiempo a la democracia representativa y parlamentaria. Estos valores fundamentales nos obligan hoy en día a la solidaridad europea.

Por supuesto que también en el siglo XXI Europa estará formada por Estados nacionales, cada uno con su propio idioma y su propia historia. Por esta razón, seguramente no nacerá de Europa ningún Estado federal Pero la Unión Europea tampoco puede degenerar en una simple unión de Estados. La Unión Europea debe seguir siendo una unión dinámica y en desarrollo. No hay ningún ejemplo de ello en toda la historia de la humanidad. Nosotros, los socialdemócratas, debemos contribuir al despliegue gradual de esta unión.
Cuanto mayor se vuelve uno, más piensa en periodos de tiempo prolongados. También como hombre anciano me aferro todavía firmemente a los tres principios fundamentales del programa de Bad Godesberg: libertad, justicia y solidaridad. A este respecto, dicho sea de paso, pienso que la justicia reclama hoy en día sobre todo igualdad de oportunidades para los niños, los escolares y la gente joven en general.

Cuando echo la vista atrás al año 1945 o más atrás, al año 1933 – entonces acababa de cumplir 14 años-, el progreso al que hemos llegado en la actualidad, me parece casi increíble. El progreso que los europeos hemos alcanzado desde el Plan Marshall de 1948, desde el Plan Schuman de 1950, que hemos alcanzado gracias a Lech Walesa y Solidarnosz, gracias a Vaclav Havel y a la Carta 77, gracias a aquellos alemanes de Leipzig y Berlín Oriental desde el gran cambio de 1989-91.

Si bien hoy en día la mayor parte de Europa disfruta de los derechos humanos y de la paz, esto no nos lo podíamos ni imaginar en 1918, ni en 1933, ni en 1945. Por lo tanto, ¡trabajemos y luchemos para que esta Unión Europea, única en toda la historia, supere su debilidad actual con firmeza y seguridad en sí misma!