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Escuela pública, sanidad pública… ¿y el dinero?

Gil de Zúñiga 1“Mi dinero es mío, y hago con él lo que me viene en gana”. Es un discurso no sólo de ricos, sino también de pobres. Un discurso que se repite en cascada día tras día, aquí y en cualquier parte; un discurso globalizado. Es el “ius utendi et abutendi” de la propiedad privada, según la definición del derecho romano. Es cierto que nuestra sensibilidad está muy alejada de aquella del derecho romano, porque ahora hablamos, al menos en nuestra sociedad europea, de escuela pública, de sanidad pública…, pero el dinero pertenece a la tríada del liberalismo económico, tan defendido por Adam Smith, profesor, paradojas de la vida, de Filosofía Moral en la Universidad de Glasgow: libertad, dinero, propiedad privada; tríada que apenas tiene semejanza con aquella otra de la Revolución francesa: libertad, igualdad, fraternidad.

Hoy consideramos como inamovible que la escuela es un bien social y, por eso, público. La enseñanza no puede ser sólo un bien privado; una propiedad privada que esté en mano de instituciones con ánimo de lucro (en España el 90% de los colegios pertenecen a congregaciones religiosas, ¿qué diría Jesús de Nazaret al respecto?). Es, por lo tanto, un derecho y un bien relevante e imprescindible para conseguir una sociedad igualitaria y democrática, y, por ello, no se puede dejar exclusivamente a los intereses de la libertad capitalista, es decir, del dinero. Nuestra sociedad española tiene una triste experiencia de cómo en la dictadura franquista sólo podían estudiar carreras universitarias (incluso el bachillerato, sobre todo en zonas rurales) los ricos y adinerados. La dictadura franquista se ufanaba en la década de los sesenta de que el 2% de universitarios estaba en la Universidad, gracias a las becas del Ministerio de Educación. No puede haber una sociedad de iguales, democrática, si no se tiene acceso a la enseñanza y, por supuesto, esto no ocurriría si el requisito para acceder a ella es el dinero; por más que el sociólogo y teólogo austriaco PL. Berger nos diga que el capitalismo es una condición necesaria, aunque no suficiente, de la democracia. La enseñanza es por el contrario el factor primordial de ese modelo de sociedad democrática, donde, como gustaba decir a J. Ruiz-Jiménez, se da “una densidad de inteligencia colectiva”. No parece que Adam Smith pensara del mismo modo al considerar que gracias a que no había en su tiempo escuelas públicas para las mujeres no aprendían cosas inútiles y absurdas, sino otras más importantes como “ aquello que aumenta el natural atractivo de sus personas y forma su mente para la modestia, la castidad y el ahorro”.

Otro tanto habría que decir de la sanidad. Por fortuna nuestras sociedades europeas han tomado conciencia -¿por cuánto tiempo?- de que hay bienes que son derechos fundamentales de las personas y, por ello, no pueden estar a merced de la libertad capitalista. Y ahora se nos plantea el problema: si el dinero es el que está en el fondo de esta cuestión ¿por qué no se le considera como bien público, un bien que tiene una función social? Sin duda, el capitalismo feroz e inhumano de nuestros tiempos (Grecia es el ejemplo más significativo en estos días) protestaría de inmediato diciendo que esto va contra la libertad económica, puesto que la llamada curva de Kuznets viene a decir que “si el crecimiento económico perdura, las desigualdades en las riquezas y los beneficios se agudizan al comienzo, pero después disminuyen rápidamente para alcanzar finalmente una meseta relativamente estable (¿?)”.

Ahora bien, la propiedad privada no es un “ius utendi et abutendi” de la que uno puede utilizar a su antojo; tiene una función social, comunitaria. La ética del dinero, una ética social inaplazable y necesaria (también la escuela, la sanidad…), se cimienta en una base sólida que estableció Aristóteles: “Hay que considerar que ninguno de los ciudadanos se pertenece a sí mismo, sino todos a la ciudad, pues cada uno es una parte de ella”. Si el ciudadano tiene una función social ineludible, cuánto más sus bienes y, en particular, el dinero al ser un pilar en las relaciones económicas entre los ciudadanos.

En el lenguaje bíblico es claro y meridiano que los bienes de la tierra son para uso y disfrute de los seres humanos, porque “la tierra es mía, dice el Señor, y vosotros sois en lo mío peregrinos y extranjeros” (Lev. 25,23), hasta el punto de que “si tu hermano empobreciere y te tendiere su mano, acógele… No le darás tu dinero a usura ni de tus bienes a ganancia” (Lev. 25,35-37). La acumulación de riquezas tiene un origen injusto, pues “vuestra riqueza está podrida” al provenir de la explotación de los “obreros que han segado vuestros campos” (Sant. 5,2), o de los que “edifican su casa con la injusticia, haciendo trabajar a su prójimo sin pagarle, sin darle el salario de su trabajo” (Jer.22,13). De ahí que en la llamada doctrina social de la Iglesia, ya desde León XIII, la posesión de unos bienes de cualquier tipo, léase también dinero, “no constituye un derecho incondicional y absoluto”, como afirma Pablo VI en la Populorum progressio.

El capitalismo desmadrado, como un peligroso fantasma que recorre Europa, se salta a la torera estas bases ideológicas elementales. El papa Francisco lo confirma una y otra vez, tanto en sus escritos como en sus intervenciones públicas, y rechaza abiertamente y sin tapujos que los mercados y la especulación financiera disfruten de una absoluta autonomía (no es de extrañar que la popularidad del papa Francisco haya bajado en EEUU más de 20 puntos en estos últimos meses). Es, pues, aquí, desde una ética del dinero, donde hay que poner límites; partiendo, primero, de nuestras actitudes frente al uso del dinero (la Banca Ética es una posibilidad) y, sobre todo, de los Estados y sus Gobiernos, no sólo con leyes apropiadas, sino también creando estructuras, como la Banca pública (no significa la nacionalización de la Banca), que posibilite la función social del dinero. Así cada ciudadano podría optar y llevar a cabo que su dinero contribuya al justo progreso de la sociedad desde un reparto de la riqueza, pues “las riquezas del mundo, decía el obispo de Canarias, Pildain, en el aula conciliar siguiendo a Pío XII, son de todos y no es licito que, junto a enormes riquezas no explotadas, haya inmensa pobreza. Y estas desigualdades no se deben a Dios -como dicen algunos-, sino al capitalismo liberal, que abusando de las riquezas, permitió tantas injusticias entre los hombres y las naciones. Es al capitalismo a quien deberíamos condenar, de hacerlo con alguien, pues él es la causa y padre del marxismo … “; y añadiríamos además que este capitalismo depredador es “asesino de hombres y mujeres,/ de pueblos enteros;/ sanguijuela sin piedad,/ la sangre Abel es su alimento;/ promotores urbanos del hambre,/ la pobreza de los demás, su granero” (Palabras para este tiempo).

Julio 2015

PD. Antonio Vicedo, estoy contigo en estas horas de desasosiego hospitalario; te deseo una pronta recuperación

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