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Una nueva base de la ética

Jesús Gil

(Leyendo al obispo anglicano J. Sh. Spong)*

La base sobre la que se ha sustentado la moral cristiana ha sido la entrega de las tablas de la ley por parte de Dios (Yavhe) a Moisés. Esos mandamientos procedentes de Dios han sido la norma de la fidelidad del buen creyente. Pero este acontecimiento hoy ya no se sostiene. La nueva base de la ética cristiana no hay que buscarla en el Dios teísta, ni fuera de la vida, sino en el centro de nuestra humanidad, en los valores que realizan a las personas.

Tradicionalmente se ha dicho que la base que sustenta el comportamiento cristiano es la promulgación solemne en el Sinaí por parte de Iahvé de los Diez Mandamientos a Moisés, como líder del pueblo israelita. Dios dicta a Moisés las leyes sagradas que regirán en Israel (Ex. 19 y 20). Este es el decálogo del judaísmo y posteriormente de la religión cristiana. La legislación judeo-cristiana proviene de Dios  y es entregada solemnemente en el Sinaí a Moisés. Este ha sido el resultado de una lectura literal del acontecimiento narrado en el libro del Éxodo, como si se tratara de un acontecimiento histórico. Pero hoy no podemos continuar con esta interpretación precientífica. Se trata de una narración mítica sobre la promulgación de los diez mandamientos  que atribuye a Dios su procedencia y entrega solemne en  la montaña del Sinaí. La legislación que debía regir en  el pueblo elegido debía tener una procedencia divina.  Había que magnificar  mediante acontecimientos míticos el origen de la legislación del pueblo elegido. Legislación que ha sido asumida básicamente por la religión cristiana (Los 10 mandamientos de la Ley de Dios). Pero esta interpretación es hoy insostenible para la mentalidad moderna.

“Los mismos textos antiguos han revelado que esta mitología del surgimiento divino de la ética, impuesta por el Dios que todo lo ve, son un disparate total. Un estudio cuidadoso de estos textos solamente nos revela prejuicios, estereotipos y un conocimiento limitado de la gente que los creó. Esto es totalmente  cierto en la Torá, y aún más cierto respecto de la parte que llamamos los diez mandamientos. Dentro de ese conocido y honrado código se encuentran elementos  y actitudes que la mayoría de la gente, hoy en día,  descartaría como indignos de ser obedecidos” (Spong, p.156).

De esta constatación se deriva, por una parte, el origen no divino, sino humano de estas reglas. Los diez mandamientos constituyen la base a la que debe someterse el comportamiento del pueblo israelita, impuestas por sus líderes. Normas que por otra parte fueron violadas en varias ocasiones aplicadas al mundo no judío. No se trata pues de un código divino  de validez universal.   Además esta legislación manifiesta la mentalidad patriarcal  de estas normas, al considerar que la mujer es propiedad del varón. Una legislación de estas características no puede proponerse como modélica para la humanidad, sino todo lo contrario, ser denunciada por inmoral, en algunos aspectos, como éste sobre la mujer, y contraria a una ética proveniente del Dios de las alturas.

Con la afirmación del origen divino de los diez mandamientos se estaba construyendo sólidamente el entramado ético sobre el que iba a constituirse el comportamiento ético del pueblo elegido en su marcha hacia la Tierra Prometida. De este modo se aseguraba el cumplimiento de los mandamientos por parte del pueblo, pues era Dios quien ordenaba estas normas y el miedo a  ser castigado por el Juez implacable era garantía de su cumplimiento. La religión siempre juega con el miedo a la condena de Dios, para asegurar la fidelidad a sus leyes. Este código era también la base sobre la que versaría el juicio final del Dios que juzga lo que está bien y lo que está mal de modo definitivo, premiando a los buenos y castigando a los malos. Dios estaba pues en el origen de la legislación del pueblo elegido y en el dictamen definitivo  del juicio final emitido por Dios al final de los tiempos.

“Tradicionalmente  no solo se pensaba que las leyes fueron escritas por la mano de Dios, sino que se suponía que esas leyes eran la base sobre la cual Dios llevaría a cabo su rol divino en el juicio final. Aquellos que respetaran esas reglas serían premiados adecuadamente. Aquellos que rompieran estas reglas serían castigados severamente. Este sistema ejercía un poderoso control sobre la conducta humana, Sin embargo, un sistema ético, basado en estos supuestos, está evidentemente condenado al fracaso… No existe, hoy en día, una deidad externa cuya voluntad, escrita en  un texto antiguo,  pueda ser la base  para la toma de decisiones éticas. Ninguna figura paterna celestial establece e impone las reglas con las cuales se gobierna la vida. Ninguna ley divina o eterna ha sido escrita nunca, ni en el cielo…ni en tablas de piedra. El Dios que antes era percibido como la fuente de estas ideas primitivas se ha salido de nosotros y ha sido destruido tanto por el paso del tiempo como por la explosión del conocimiento” (Spong, p. 163-164).

Se impone por lo tanto la construcción de una nueva base ética, no fuera de la vida, sino en el  centro  de nuestra humanidad, descubriendo los valores que realizan a las personas y las conducen a su plenitud. Estos serán los que conformarán la base de la nueva ética.

  • Uno de los valores que perfeccionan a la persona y la hacen ser feliz es la libertad de ser uno mismo, en concomitancia con la mejora del ser de los demás. La plenitud de la vida  de la persona consiste en la búsqueda de la felicidad de las otras personas y no  solo en la de la propia felicidad.
  • Un segundo valor es el valor objetivo del conocimiento. Se trata de usar la razón para acrecentar el bienestar humano. El conocimiento enriquece a la persona y colma las aspiraciones más profundas del ser humano.
  • Del valor objetivo del conocimiento se deriva la maldad de todo aquello que cause o aumente la ignorancia de otro ser humano. Por ello luchar contra la ausencia de conocimiento, contra la ignorancia,  constituye uno de los objetivos principales de la nueva humanidad.

“Si la libertad, el conocimiento y la sabiduría se reconocen como valores objetivos entonces propagar estos valores entre todos se vuelve un imperativo ético que raya en lo absoluto. Así que, todas las formas de tribalismo restrictivo, cada intento de aumentar o de promover la enemistad humana, cada esfuerzo por limitar la ampliación de la conciencia, han de ser reconocidos como abiertamente malignos. Por lo tanto, el mayor valor que emerge de la profundidad de nuestra humanidad es la expansión de las fronteras en la experiencia humana. Promover el ser, profundizar la vida de todo ser humano y liberar el amor que emana de cada persona, se vuelve parte del criterio objetivo y último para determinar la conducta humana correcta” (Spong, p.167).

Esta es la base de la nueva ética. Proviene no de ninguna deidad externa, sino de la profundidad del ser humano. Esta base da origen a un sistema ético verdaderamente humanista, de validez universal y presentado a la humanidad entera, sea cual sea su religión, su cultura, raza o manera de pensar. No hay que buscar el fundamento de esta ética fuera de la humanidad, en una deidad en los cielos, que controla el mundo e impone sus normas, como Juez Supremo del comportamiento humano. Este Dios es una creación humana de la religión  e insostenible por la racionalidad científica de la humanidad.

“Esta postura, ¿nos da un sistema ético humanista? Creo que sí. Si podemos            empezar a ver la posibilidad de que el Santo Dios no es externo a la vida, sino que más bien es la Base de la vida, el Ser en el cual todo ser está arraigado, entonces estos valores humanos ostensibles se pueden considerar eternos y basados en la esencia de Dios… La ética tiene que ser liberada de ser una táctica para controlar el comportamiento humano, imponiendo sobre él la voluntad de una deidad externa. La ética cristiana en el futuro deberá estar ligada directamente a explorar la individualidad., el valor de vivir, amar y ser, sencillamente por el placer de vivir, de amar y de ser” ( Spong, p.169-170).

La nueva ética no se encuentra en un sistema de control de la conducta, proveniente de una divinidad externa. Se encuentra más bien  en lo que llamamos la plenitud de la vida, en la profundidad del ser humano,  lo que da sentido a la vida de la humanidad, sin necesidad de acudir a ningún Dios trascendente fuera de nuestro mundo.

*J. Sh. Spong. Por qué el cristianismo tiene que cambiar o morir. Editorial Abya Yala. Quito. Ecuador 2014.

Jesús Gil García

Comunidad de Balsas

Zaragoza, Marzo  2015.

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