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La fraternidad

Carlos Barberá

La evocación de esos tres conceptos clave –libertad, igualdad, fraternidad– me ha traído a la memoria el poema de las tres virtudes de Pèguy. En él Dios manifiesta no asombrarse de la fe: la creación es tan hermosa que el hombre se puede sino sentirse empujado a creer. Tampoco se asombra de la caridad: los seres humanos son tan débiles que es normal que se agrupen y se apoyen.

Pero la esperanza, dice Dios,
eso sí que me extraña,
me extraña hasta a Mí mismo,
eso sí que es algo verdaderamente extraño.
Que estos pobres hijos
vean cómo marchan hoy las cosas
y que crean que mañana irá todo mejor,
eso sí que es asombroso y es, con mucho,
la mayor maravilla de nuestra gracia.
Yo mismo estoy asombrado de ello.

La Revolución Francesa empezó a utilizar esa tríada de conceptos que fue después usada por todos los movimientos republicanos y democráticos hasta entrar a formar parte de la Constitución francesa desde la tercera república. A partir de entonces se ha constituido en santo y seña, en divisa de cualquier movimiento progresista. Y con razón.

La libertad es fácil de comprender. Responde a un anhelo ancestral de la humanidad. A pesar del “miedo a la libertad” denunciado por Fromm y a pesar de que siempre habrá quien, como Lenin a Fernando de los Ríos, pregunte ¿libertad para qué?, el ser humano desea ser libre. La democracia avanzada ha consagrado definitivamente la libertad de todos los ciudadanos.

La igualdad se comprende igualmente. ¿Por qué alguien o un grupo ha de tener privilegios de que otros carecen? Aunque los más ricos, los más listos, los más emprendedores aboguen por el reconocimiento de la desigualdad. ¿En virtud de qué –han dicho muchas veces– han de ser ellos iguales a los pobres, a los tontos, a los vagos? Pese a todas esas alegaciones, al menos se ha llegado a establecer la igualdad de todos ante la ley (puramente formal, argüirá un marxista  tradicional)

Pero ¿y la fraternidad? Esta no es tan evidente como sus compañeras de proclama. Cómo va a serlo si precisamente los primeros que la esgrimieron dedicaban parte de su tiempo y sus esfuerzos a cortar las cabezas de los que consideraban sus enemigos.

La palabra fraternidad hunde sus raíces y hace referencia a la imagen familiar, es la virtud de quienes se consideran hermanos. Pero hermanos ¿ en razón de qué?

Todavía Schiller en su Himno a la Alegría puede exclamar, al menos como hipótesis: “Hermanos, sobre el techo de las estrellas debe vivir un Padre bueno”; pero la Ilustración fundará la fraternidad en la común naturaleza. Es la consecuencia de que todos formamos parte de la gran familia humana.

Sin embargo, dicho esto, comienzan ya a aparecer las objeciones. Siempre se ha resaltado que la familia tiene una virtud especial: es el lugar en el que se es querido por sí mismo, no por las buenas cualidades o actitudes. Incluso los más desvalidos, los menos agraciados son objeto en la familia de mayor cariño y dedicación. Así quieren los padres a sus hijos. No es ya tan seguro sin embargo que eso ocurra entre hermanos. Caracteres diversos, opciones vitales diferentes pueden dar al traste con ese supuesto cariño fraternal. Y si eso puede ocurrir en las familias, en muchísimo mayor grado sucederá en la gran familia humana. No es evidente ni mucho menos que todos nos sintamos hermanos de todos.

Libertad e igualdad tienen que ver con derechos y obligaciones y unos y otras pueden ser objeto de regulación civil o penal La fraternidad supone abajamiento, dedicación, misericordia, perdón, reconciliación, actitudes todas que pueden difícilmente regularse.

Es esta dificultad la que ha llevado al pensamiento moderno a plantearse los límites de la razón en una sociedad secular y sus posibles salidas. No es éste el lugar de exponer sus razonamientos y sus resultados. Quizá sólo mencionar el concepto de razón anamnética, que ha desarrollado entre nosotros Reyes Mate. Es una razón enmarcada en la memoria pero no la memoria de los vencedores sino la de los vencidos. Para los primeros las víctimas son únicamente el subproducto del progreso.  Y sin embargo ellas tienen una palabra que decir y que ha de expresarse en términos de fraternidad.

¿Cuáles son esos términos? Lo hemos dicho: memoria, compasión, perdón, reconciliación, reparación. Amor, en definitiva. Son palabras que hunden sus raíces en un suelo religioso pero que están sin duda al alcance de todo el mundo. No por supuesto al alcance de los diversos grupos de carácter sectario, sean ideológicos,  políticos o religiosos, ya pequeños o de grandes dimensiones.  En ellos la fraternidad sólo se ejerce con los compatriotas, camaradas, compañeros o correligionarios. Pero ¿no existe en cada persona -a veces muy oculto-un reducto xenófobo, machista, andrógino o misógino, una tendencia al rechazo del diferente?

Se recuerda siempre la figura de Luther King. Fue, quién lo duda, un apóstol de la libertad y la justicia, tan maltratadas en un país que las consagraba en su Constitución. Pero fue además un heraldo de la fraternidad. No buscaba la revancha de los humillados sino que soñaba en un mundo de hermanos. Y lo mismo puede decirse de Mandela, impulsor de un inédito proceso de reconciliación en la gran nación sudafricana.

La fraternidad no es ni mucho menos evidente. Necesita por tanto de defensores y practicantes, por no usar la palabra profetas. No estoy convencido de que abunden. No faltan los luchadores por la libertad ni los que emprenden tareas en favor de la justicia. Escasean en cambio los propagandistas de la fraternidad.

Pero son necesarios porque, como la esperanza de Pèguy, la fraternidad es una niña muy pequeña, que todas las mañanas se despierta y se levanta y reza sus oraciones con una mirada nueva, es la que todas las mañanas nos da los buenos días, es la que saluda al pobre y al huérfano. No es nada más que esa pequeña promesa de brote que se anuncia justo al principio de abril. Pero sin ella todas las obras de la libertad y la justicia  no serían más que un cementerio.

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