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Dios y la felicidad

Carlos BarberáManifestando una notable falta de sentido común, la Conferencia Episcopal Española ha puesto como uno de los pilares del curriculum para la educación religiosa en los colegios la frase siguiente: “(El) rechazo de Dios tiene como consecuencia en el ser humano la imposibilidad de ser feliz”.

Es de suponer la enemistad que tal afirmación habrá despertado en ambientes laicos. Pero no sólo en ellos. Serán muchos los que aporten su testimonio de que, sin Dios, son todo lo felices que puede ser un ser humano en este mundo y en esta sociedad. Los obispos podrían hacer recordado la frase de Wittgenstein, aunque fuera en otro sentido: “de lo que no se puede hablar hay que callarse”.

¿Por qué no se puede hablar? Sencillamente porque el mundo se mueve en otra coordenadas. Aun sin profesar ninguna filosofía existencialista, sabe que toda vida humana hace la experiencia del sufrimiento y en definitiva termina con la muerte. A la vez sin embargo toda existencia tiene también la posibilidad de muchos logros, alegrías y satisfacciones y, por tanto, de una moderada felicidad. Conoce, en consecuencia, que sin Dios se puede ser feliz.

No sólo eso: muchos han hecho de la experiencia de un Dios ordenador, vigilante, de su ojo insomne atento a todas sus acciones, y se han sentido felices cuando han podido librarse de él. Estos darán fácilmente la vuelta a la frase: “sólo rechazando a Dios, el hombre puede ser feliz”.

En consecuencia, la insensatez y falta de tacto de los obispos no han podido ser en este caso más evidentes. Con todo, este acontecimiento puede servir de base para una reflexión sobre Dios y la felicidad que puede comenzar con el conocido inicio de santo Tomás: “Videtur quod non, parece que no”. No porque Dios nos persiga, nos amenace, nos pida sacrificios, a ese Dios lo hemos obligado a abdicar y lo hemos desterrado de nuestras vidas.  Es el otro Dios, el Dios de Jesús, el que nos anima a correr la suerte de los pobres, el que nos empuja a ser hermanos de todos, éste es el que parece hurtarnos la felicidad. ¿Cómo puede alguien ser feliz si su hermano sufre? “¿Quién enferma que yo no enferme? ¿Quién tropieza que yo no me queme?” (2 Cor 11,29)

En el centro de la predicación de Jesús se encuentran las bienaventuranzas, por las que los cristianos hemos pasado siempre de puntillas. Cuando en vez de la traducción bienaventurados se utiliza la palabra felices, la contradicción que entrañan salta más a la vista ¿quién cree en la felicidad de ser pobre, de tener hambre y sed de justicia, y aún menos en la felicidad de ser afligido? No es fácil sostener la sabiduría de las bienaventuranzas a menos  que se busque su sentido místico. Sólo quien se adentra en ellas de este modo puede verificar su verdad. “No es ninguna casualidad que en toda reflexión cristiana sobre el sufrimiento surjan elementos místicos… El dolor físico de dar a luz, que se usó siempre como metáfora del sufrimiento, no es comparable al dolor sin sentido del cálculo renal. Los místicos han intentado transformar todo sufrimiento que nos afecta en sufrimiento de parto y suprimir así toda falta de sentido”, de este modo lo formulaba Dorothee Sölle.

El 2 de diciembre de 1577 san Juan de la Cruz es raptado por los carmelitas calzados y durante ocho meses, sin que nadie conozca su paradero, sufre en una celda el frío del invierno y el calor del verano, el abandono, el chantaje y luego el castigo físico de sus hermanos. Sin duda alguna llegó a creer que moriría allí. Pues bien, cuando logra escaparse, lleva consigo, en la memoria o escritas, las 31 primeras estrofas del Cántico espiritual. Es una cumbre de la poesía y de la mística. En su prisión a oscuras, a pan y agua, en radical soledad y abandono, ha podido vivir  “la noche sosegada/ en par de los levantes de la aurora/ la música callada,/ la soledad sonora,/ la cena que recrea y enamora”. En la absoluta desolación, la presencia del Amado le ha hecho feliz.

Ya es un tópico decir que estamos en un cambio epocal, también en el ámbito religioso. Es un momento de transformaciones radicales, en el que el cristianismo tiene que sacar de su tesoro cosas nuevas y antiguas. Una de esas cosas antiguas, la más importante, es la espiritualidad. Se acaba un cristianismo de la moral,  de las normas, de la ley, del cumplimiento y el mérito para alumbrar un cristianismo espiritual. Místico, si se entiende bien la palabra.

Ya se ha repetido profusamente la frase de Rahner según la cual el cristiano del siglo XXI será místico o no será. Entre otras cosas, tendrá que hacer la experiencia del “Padre misericordioso y Dios de todo consuelo” que “nos alienta en todas nuestras dificultades” (2 Cor 1,3) y se verá impulsado a comunicarlo a los demás.

Pero en todo caso con palabras que todos puedan entender, no con las de los obispos y menos en el Boletín Oficial del Estado.

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