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Derechos humanos

Carlos BarberáPeter Sloterdijk es un filósofo alemán profesor en Karlsruhe, que en el año 1999  provocó gran revuelo con su obra “Normas para el parque humano”. Se trataba de una reflexión sobre la “Carta sobre el humanismo” de Heidegger y en ella el autor argumentaba paso a paso la inminente clausura de los protocolos teóricos del humanismo y sus condiciones de reproducción, sosteniendo que ese proyecto, inaugurado por Platón, ha resultado ser un fracaso.

Ya en un libro anterior había diagnosticado: “Declarar muerto a Dios implica, en una cultura condicionada por el monoteísmo, una dislocación de todos los nexos y el anuncio de una nueva forma del mundo. Con la muerte de Dios se elimina el principio de la pertenencia común de todos los hombres en la unidad de un genero creado… Con todo, el huérfano género humano ha intentado formular un nuevo principio para todos en un moderno horizonte de unidad: los derechos humanos. No es casual que fueran excristianos los primeros que se lanzaron a misionar con los derechos humanos” (En un mismo barco 1993)

En el mismo sentido el poeta y pensador Hans Magnus Esenzberger había argumentado que “la idea de derechos humanos se asocia a una obligación que en principio no tiene limites. Así se muestra un núcleo teológico que ha sobrevivido a la secularización”.

Estas reflexiones me traen a la memoria la antigua cuestión: ¿soy yo el guardián de mi hermano? Los autores citados aseguran que esta pregunta: carece de sentido: no existe tal hermano. Considerar que los humanos lo son es un “núcleo teológico” heredero de la tradición cristiana y judía que debe desmontarse una vez que Dios ha muerto definitivamente. No hay tales derechos humanos.

Quiere decirse que, pese a la aparente obviedad de las declaraciones de esos derechos, son muchos los que no los admiten o que los admiten con grandes reservas. Las mismas que tenían Voltaire respecto a los judíos (“una nación odiosa y enemiga de la humanidad”), Montesquieu respecto a los negros (“resulta impensable que Dios, que es un ser muy sabio, haya puesto un alma, y sobre todo un alma buena, en un cuerpo enteramente negro”) o Rousseau para con las mujeres (“La mujer depende de nuestros sentimientos, del precio que pongamos a su virtud y de la opinión que nos merezcan sus encantos y sus méritos”).

Recuerdo que hace años, en un congreso de teología, el arzobispo de Argel refirió que, buscando un campo de trabajo conjunto con el islam, propuso el de los derechos humanos. La respuesta que recibió sonaba como sigue: Derechos sólo tiene Dios, no los hombres.

Mi consecuencia es que la aparente coincidencia universal en la aceptación de los derechos humanos no existe realmente. Por el contrario, son innumerables los escépticos respecto a su validez. Pero si esto es así ¿cómo puede hacerse que crezca el número de los convencidos?

La Ilustración pensó que la cultura, como instrumento de una razón universal, sería la partera del progreso. El marxismo defendió que ese papel correspondería a una política por fin digna del ser humano. Cuando la razón ilustrada y el marxismo han fracasado en gran medida, hay que buscar un instrumento nuevo y distinto. A mi modo de ver, es el convencimiento que van activando núcleos de militantes y que se va extendiendo a círculos cada vez más amplios. Pongamos un par de ejemplos: el trabajo de las sufragistas primero y más tarde de movimientos feministas cada vez más extendidos han dado un vuelco a la situación de la mujer en la sociedad y han cambiado finalmente la política y la cultura. Los grupos ecologistas, con su lucha decidida y persistente, han convencido a muchos y van llevando, pese a fuertes resistencias, a transformaciones políticas y culturales.

De igual modo, en mi opinión, ha de suceder con los derechos humanos. ¿Y quiénes han de ser sus militantes y voceros? La tradición cristiana ha aportado desde siempre un fundamento importante: todos los seres humanos son hijos de Dios, creados a su imagen y semejanza. Más aún: Dios ha querido compartir su vida con la del género humano y al hacerlo ha derramado su espíritu en todos los vivientes. En ese sentido todos los seres humanos son iguales y cada uno goza de una dignidad inmarcesible.

Estoy convencido de que es esa idea la que ha engendrado un convencimiento que ha ido modelando las actitudes incluso de quienes no la comparten. Sin duda habrá quienes, como Voltaire o Montesquieu o Rousseau opongan muchas reservas e incluso buenas razones como las de Sloterdijk o Esenzberger. Y sin duda el reconocimiento teórico no pasará en innumerables ocasiones de ser una declaración bienintencionada sin efectos prácticos. Pero siempre surgirán aquí y allá personas y grupos y organizaciones y movimientos defensores de los derechos humanos y en concreto de quienes son excluidos de ellos..

Los cristianos deberían estar en esa vanguardia. Al fin y al cabo, ellos son los que están en el secreto de por qué los derechos humanos existen.

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