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Reivindicación de la teología

Carlos Barberá

Como ya es muy conocido, muchas Universidades de Alemania tienen una Facultad de Teología o más bien dos, una de teología católica y otra protestante.

Entre nosotros, hace cincuenta años, la palabra teología se utilizaba únicamente en los ambientes clericales. Los más informados sabían que se estudiaba teología en Salamanca o en Comillas pero quienes lo hacían no eran llamados teólogos sino seminaristas. Por supuesto, los teólogos eran siempre varones y clérigos.

El acontecimiento del Concilio Vaticano II cambió este panorama. Los hasta entonces no iniciados aprendieron que había una teología tradicional, que la asamblea episcopal había rechazado, y una teología progresista y se empezaron a conocer a sus autores: Congar aparecía en múltiples ediciones, Taurus editaba a K. Rahner y Küng tenía un gran éxito sobre todo con su libro Ser cristiano.

Había seglares que se matriculaban en las facultades de teología y comenzaron a proliferar cursos de teología: para adultos, para graduados, para grupos parroquiales…

Este proceso de popularización de un saber antes casi arcano ha dado lugar a dos consecuencias de signo opuesto. Si para algunos ha sido una ocasión de enriquecimiento y de profundización en su fe, para otros ha supuesto un abandono o un rechazo de la misma fe y en todo caso de la teología. Expuesta a la mirada de todos, muchos han visto no su posible belleza sino precisamente sus miserias.

Yo he conocido personalmente representantes de tres tendencias que quiero resumir a continuación.

Hay quien, como Corregio ante un cuadro de Rafael, se han dicho: Anch´io sono pittore, también yo soy teólogo. Y se han lanzado a hacer sus propios análisis y formulaciones teológicas. Como aventureros inexpertos en un terreno complicado, los resultados han sido, a mi modo de ver, penosos. Como decía Julio Camba de un hombre que se había hecho a sí mismo: “Se le notaba en lo mal hecho que estaba”.

Hay también quien, a la vista de las teologías contrapuestas, de las tesis inconciliables entre sí que se han formulado a lo largo de la historia del cristianismo, hacen una objeción de fondo.  ¿Teología? Acaso pero ¿qué teología? ¿No está cada una redactada para servir al espíritu del tiempo en que se hace? Así pues, yo también puedo hacer la mía, la que me valga. De este modo se cumple lo que decía Sciacia de la religión: la teología es un puchero en que cada uno echa su hueso para sacar el caldo que le apetece.

Finalmente, hay quien ha renegado absolutamente de la teología. Como alguien me argumentaba apasionadamente, Jesús no hizo ninguna teología, sólo nos dijo que teníamos que amar a los demás. La teología sólo ha sido una fuente de enfrentamientos, desde académicos hasta bélicos. Sin teología no hubiera habido Inquisición.

Pues bien, frente a todas estas objeciones, quiero hacer una pequeña defensa de la teología. Si Dios existe –y aunque no exista- tiene que haber teología. Con una condición, que sea buena teología. Digo aunque no exista porque también el ateísmo encierra una teología, que igualmente puede ser buena o mala. Mala es la de Dawkins escribiendo en los autobuses de Londres como bienvenida al Papa: “Probablemente Dios no existe. Relájate y disfruta”. Buena, excelente, la del famoso relato de Nietzsche en La gaya ciencia.

Pero viniendo al cristianismo, éste no es posible sin teología. Sin ella los relatos bíblicos en los que se basa serían únicamente relatos, una especie de novela histórica al estilo de las que ahora proliferan. Pero no sólo eso: ya sabemos que esos mismos relatos nos han llegado interpretados, revestidos de teología. Quienes en los siglos pasados quisieron prescindir de ella y llegar a la vida de Jesús no tuvieron más remedio que confesar su fracaso.

Pero ya que tenemos teología, tengámosla buena. ¿Y qué es una buena teología? Quiero resumirlo en algunos postulados que no puedo sino enunciar apenas:

Una teología de calidad no es un ejercicio puramente intelectual sino que anuncia y ofrece una salvación. No enuncia verdades sino promesas. La buena teología no es fundamentalmente  especulativa   sino terapéutica.

Debe ser una teología narrativa, que se apoya en las experiencias vitales de quien la ejerce y de la gente de su mundo. No sale de la cabeza sino de la vida. No ha de ser cosa de sabios sino de profetas.

Ha de ser una teología dialéctica. Por una parte, ejerciendo un diálogo en tensión entre la reflexión fundacional y la reflexión hodierna. De otra parte ha de jugar con una dialéctica interna: a Dios nadie lo ha visto nunca pero su Hijo lo ha revelado, el Dios absoluto se manifiesta en la relatividad humana… Las afirmaciones rotundas son patrimonio de las sectas, las afirmaciones dialécticas abren siempre caminos. Y no sólo eso: las afirmaciones sin dialéctica –del estilo de: esto no es más que…- suelen ser empobrecedoras.

Una buena teología responde a su tiempo pero a la vez es consciente de ese condicionamiento . No se limita a ser una transcripción del espíritu del siglo; sabe sin embargo que no puede construirse sino desde él. Consciente de su relatividad, es, por tanto, autocrítica. Como bien resumía Karl Barth: “hablo de Dios pero el que habla es un hombre”.

Termino este artículo mientras en la radio suena un villancico: “asómate a la ventana, verás al Hijo de Dios”… Menuda frase. Requiere una buena teologíaa.

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