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El papel de la iglesia en el mundo (y II)

Carlos BarberáLa primera entrega de este trabajo (ver) constataba los intentos de avizorar el sentido y el futuro de la historia y el fracaso de los grandes proyectos históricos: desde el de la cristiandad, vigente durante tantos siglos, hasta los de los herederos de la Ilustración. Cada uno de ellos acabó mostrando que la historia carecía de un sentido inmanente y que la voluntad de plantar en la tierra un paraíso acababa creando nuevos infiernos.

No hay ninguna oportunidad, luego aprovéchala. Este slogan cínico no está muy lejos del carpe diem que se ha convertido en el único mandamiento del mundo occidental. En ese marco ¿tendrá la Iglesia una palabra válida que vaya más allá de los consuelos individuales, de las meditaciones trascendentales para ejecutivos o de las concentraciones para masas? ¿podrá ir más allá de ser un placebo espiritual, el opio de la nueva humanidad? No hace falta decir que los creyentes, basados en las promesas de Jesús, contestamos con una afirmación. Sin embargo es preciso llenarla de contenido.

Podemos partir de una hipótesis: el nuevo paradigma postula que no es posible soñar ni predecir ningún futuro. A cambio hay que otorgar valor al presente. El anuncio de la Iglesia no puede ser distinto del de Jesús: el reino ha llegado y está en medio de nosotros. No es el futuro esperado lo que determina todo el conjunto sino el presente vivido. Dios se ha entregado al mundo pero después se ha retirado dejando su Espíritu. En consecuencia, todo es relativo pero cargado de absoluto, todo es profano pero habitado por ese Espíritu. “Este es el momento de la salvación” (2 Cor 6,2)

Esta perspectiva requeriría un largo texto expositivo. En el espacio de un artículo únicamente pueden enunciarse algunas tesis:

La función primera de la Iglesia es hacer una lectura creyente de la realidad. “El acontecimiento será nuestro maestro interior”, decía Mounier. En cualquier acontecimiento, en cualquier momento Dios está presente. Ciertamente lo está al modo que El mismo ha elegido. No se adueña de ese momento, no elimina su carácter profano pero aporta a la vez una compañía y una promesa.

El relato será, en consecuencia, el lenguaje principal del pueblo cristiano. ¿No es chocante que, guardiana de la tradición basada en relatos, la Iglesia los utilice tan poco? La palabra de la Iglesia no habrá de ser, pues, una palabra doctrinal sino narrativa. Contará su experiencia pero no la encerrará en fórmulas dogmáticas. Detrás de sus palabras habrá personas y no solamente ideas.

La invitación del Concilio a “leer los signos de los tiempos” no lo es a diseñar un futuro sino a profundizar en el presente. La realidad es ambigua y muchas veces opaca pero, como formulaba Teilhard de Chardin, es también, para una mirada creyente, “diáfana”.

La lectura de los signos de los tiempos no se agotará en su faceta contemplativa, sino que utilizará su capacidad de indicar, sugerir, animar. Tendrá una intención práctica. Coincidiendo con espiritualidades de origen oriental, se diferenciará de ellas por su dirección a la acción. Así afrontará las acusaciones de escapismo y huida del mundo.

A la hora de contemplar la realidad, un aspecto toma la primacía: es la universalidad del sufrimiento. Nunca antes, pese a inferiores condiciones de vida, ha tenido tanto relieve el sufrir de los humanos. La lectura creyente de la realidad no puede hacerse sin que aparezca la dimensión del sufrimiento. También el de los que ya murieron. El aguijón del sufrimiento libra a los creyentes de una reconciliación “espiritual”, ficticiamente pacificadora.

No hay, pues, otra ética que de la de la compasión. Relativizar la moral no equivale a decir que todo vale. Han de existir normas pero serán, como humanas, provisionales y por tanto cambiantes. Los seres humanos las van encontrando y los creyentes entre ellos. Pero para estos últimos, la mirada a la realidad desde el relato del Jesús crucificado, ayudará a convertir al otro en un prójimo. Especialmente al sufriente, a la víctima.

Toda esta perspectiva demanda el cambio. “Convertíos” es una de las primeras palabras de Jesús. Tentada para amoldarse a las situaciones, la Iglesia mostrará que sin el cambiar nada es posible. Metz ha argumentado que ruptura es uno de los nombres de la religión

A veces se abre la discusión sobre si Jesús fundó o no una Iglesia. No me parece un asunto relevante. Sin ella el propio Jesús no sería sino uno más de los crucificados del Imperio Romano. Es ella quien conserva la tradición de Jesús y asegura la presencia del Espíritu y sobre todo quien construye un pueblo, articulando todas las experiencias individuales. Pero este pueblo se sabe peregrino y sólo podrá serlo si va ligero de equipaje. Necesita estructuras pero ha de saber que éstas son provisionales. En otro caso ellas mismas se convierten en sustitutos del reino en vez de ser sus vehículos. La precariedad debe sr su signo. “Este tesoro lo llevamos en vasos de barro”, ya lo había dicho Pablo. Y no sólo eso: el mismo Jesús había asegurado que “el sábado es para el hombre” y no al contrario. Lo mismo hay que decir de todas las instituciones, de la primera a la última.

Leer cada momento, anunciar su riqueza, sembrar una semilla, curar a los heridos, invitar a un banquete, esas son las misiones de la Iglesia. Hay que conservar lo que ayude a hacerlo y desprenderse del resto. Pero ¿podemos esperar que haya suficiente fe en ella?

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