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El papel de la Iglesia en el mundo I

Carlos BarberáLa pregunta por la función de la religión y, más en concreto, por el papel de la Iglesia en el mundo no es ya únicamente una cuestión teológica. Es un interrogante que rueda por la calle. Los tertulianos, los lectores de los periódicos, las gentes normales echan su cuarto a espadas, con juicios a menudo muy negativos. Por ejemplo, el 24 de agosto la carta de un lector en El País decía lo siguiente: “Más personas han muerto debido a las religiones organizadas que a cualquier otra causa”. Una afirmación evidentemente falsa pero que muestra un estado opinión que sin duda muchos comparten.

Si acudimos a las fuentes primeras, recordaremos que la predicación de Jesús se abre con el anuncio de la llegada del Reino de Dios. Y sin embargo, pese a la solemnidad del anuncio, nada ocurre. Fuera del atractivo del propio anunciante y de algunos signos dispersos, nada significativo tiene lugar en la realidad. Años después, incluso tras la experiencia de la resurrección, los discípulos seguirán planteando una pregunta impaciente: “¿Es ahora cuando vas a restablecer el reino de Israel?” (Act 1,6) Y es que ni las promesas ni los acontecimientos vividos parecen haber ejercido ninguna influencia en la marcha del mundo.

La desaparición de Jesús obliga a loa primeros cristianos a una reinterpretación: el reino de Dios es algo interior y consiste en la presencia del Espíritu. Pero las comunidades que van naciendo y creciendo guardan y cultivan el convencimiento de estar sembrando en la sociedad una semilla que, al florecer, dará como fruto el nacimiento de un mundo nuevo.

Es ya un lugar común condenar el giro constantiniano de la Iglesia. Y sin embargo hay quien ha sugerido una interpretación nueva. Tras tres siglos de clandestinidad, el reconocimiento del cristianismo como religión oficial no significaba en la intención de los creyentes la ocasión de ejercer el poder. Era ante todo la posibilidad de instaurar de una vez por todas el reino de Dios en la tierra. Han sido necesarios veinte siglos para caer en la cuenta de que el reino de Dios así entendido no podía sino acabar en la Inquisición. Esta institución ahora tan denostada no era un malentendido de la doctrina, no era una consecuencia  del error o la mala voluntad. Era la desembocadura inevitable del intento de establecer el cielo en la tierra.

La llegada del siglo XIX dio lugar a un panorama nuevo. O por mejor decir, al mismo panorama pero ahora volcado en moldes seculares. La Ilustración había roto por fin con un tiempo oscuro para inaugurar una era nueva: la razón, común a todos los seres humanos, podía construir un mundo libre y fraternal. Había llegado, pues, el momento de realizar la utopía hacia la que la historia, inevitablemente, se encaminaba. La religión había perdido en esta tarea todo protagonismo. Únicamente seguía conservando el papel provisional de ser “el corazón de un mundo sin corazón”.

Pero ha aquí que las utopías seculares no han cumplido sus promesas. Por el contrario, han generado más violencia de la que pretendían erradicar. Y sobre todo han arrojado la sospecha bien fundada de que la historia carece de sentido y que la vida no es, según lo formuló  Shakespeare, sino un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia.

Una situación como la descrita da un renovado aliento a las tesis restauracionistas. Todos los jerarcas de la “era Rouco” las han defendido de una u otra manera. En el Encuentro Mundial de las Familias en Valencia de 2006, en su discurso ante la vicepresidenta del gobierno, el cardenal García-Gasco defendió que “no se puede construir una sociedad al margen de Dios”. Dijo también: “La paz, la concordia, la justicia, la libertad, el progreso y la civilización del amor son fruto de la cercanía a Dios”. El que tenga oídos para oír…

Sin embargo una mirada menos apasionada y más sensata sobre la realidad no puede suscribir sino con muchos matices afirmaciones como las anteriores. De la presencia de Dios en el mundo hay que hablar con mucha mayo cautela y discernimiento pero no es por eso tarea que pueda aplazarse.

En su libro “Creo en la Iglesia” Duquoc trae el texto de un cura obrero francés: “No hay nada que esperar de la marcha de la historia salvo la presencia constante en el corazón de esta historia de vigías de la conciencia: esos Justos de todas las razas y de todas las culturas que son instantes de gracia en medio de nosotros para que nuestro corazón no desfallezca”. Aceptar este texto sugerente parece señalar una misión para la Iglesia que entonces sería verdaderamente –ahora con un sentido positivo– “el corazón de un mundo sin corazón”. Pero no cabe olvidar que en la formulación de Carlos Marx esa religión, en ese aporte cordial, era en realidad “el opio del pueblo”.

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