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Sobre canonizaciones

Carlos BarberáIniciamos la semana de la macrocanonización con este artículo de Carlos.
Pero seguiran más. Vean lo que escribe el prudente Jesús Bastante.

La canonización de dos papas recientes es en principio un acontecimiento eclesial. Sólo a la Iglesia debería interesar la memoria de sus figuras eminentes y la categoría que les quiera asignar. No es sin embargo así. La Iglesia tiene una imagen pública universal y hay acontecimientos de su vida que despiertan interés y debates político-teológicos. A mi modo de ver, ésta es una de esas ocasiones que merece, por tanto, un comentario, no estrictamente teológico sino civil.

Hace ya casi sesenta años, Karl Rahner avisaba de que “al menos en las regiones de Europa de este lado de los Alpes, la veneración de los santos ha sufrido un extraordinario retroceso aun entre los católicos”. Y más cerca de nosotros, en su libro de 1990 “Cuestión de fe”, el teólogo francés Jean Pierre Jossua constataba el hecho del declive de una concepción que ve “en el ´santo` una figura de excepción, susceptible de interceder, de sanar, de convocar en torno a su persona o a su tumba y más tarde ser propuesta como ejemplo”.

“Sin embargo, –continuaba el teólogo dominico– es posible que tal declive nos esté indicando el momento de prestar de nuevo atención, tanto en nuestra visión del pasado como en lo que se refiere al presente, a esa santidad común, anónima, escondida, gris (podría decirse) pero maravillosamente irradiante. Santidad discreta y olvidada de sí. Santidad parcial: sin duda sólo puede afectar a ciertos aspectos de cada personalidad y el adjetivo (santo) cuadra mejor que el sustantivo (un santo) que parece sugerir una santidad completa. Santidad generosa, sin que su ley sea el heroismo sino más bien la misericordia, la sencillez, el humor. Santidad que acoge al otro sin juzgarlo, ni siquiera en nombre de criterios a los que se somete en su propia vida, porque las existencias sólo pueden leerse desde su propio interior. Santidad que ama al prójimo por sí mismo y a la vez espera de él lo mejor. Esta santidad es la única sustancia del espectáculo, la única semilla de inmortalidad, el único signo real del Evangelio”.

Creo que esta larga cita formula perfectamente lo que en estos momentos es una vivencia en amplios sectores de la Iglesia y viene al caso sin duda ante las próximas canonizaciones.

Comencemos diciendo que las sociedades necesitan y promueven “canonizaciones”, es decir, no pueden dejar de elevar al altar de su memoria colectiva a algunas figuras señeras. Lo acabamos de ver con Suárez, ensalzado por unos y por otros, incluso por los que en otro tiempo le motejaron y combatieron. Kennedy podría ser otro se esos iconos. O el Che Guevara en determinados medios.

Se dirá que en cada uno de esos personajes la palabra santo es, como dice Jossua, un adjetico y no un sustantivo. Son sus acciones, su mensaje, algunas actitudes las que valoramos, dejando entre paréntesis aspectos personales menos encomiables o directamente rechazables.

Pero en el caso de la Iglesia se trata de decir que una persona es “un santo” y eso significa un cambio de nivel. Ahí sí que parece que cuentan la personalidad, las actitudes, incluso la vida privada.  Habrá quienes se fijen en la fe de Juan Pablo II, en su vitalidad explosiva, en la confinza en el Señor al que seguía. Pero –son imágenes pero valen por miles de palabras– habrá muchos que no olviden la comunión a Pinochet, el gesto inmisericode ante Ernesto Cardenal postrado a sus pies o el abrazo al pederasta Maciel.

Ni Juan XXIII, admirado sin duda por todos, no se libra, como en el libro “Eunucos por el reino de los cielos”, de Utta Ranke-Heinemann, de la acusación de misoginia

A lo dicho hay que añadir una nueva consideración. ¿Por qué se canonizan a la vez estas dos personas y en cambio se ha quedado en el camino Pío XI, que parece que iba en la misma hornada? No faltará quien lo interprete como un claro mensaje vaticano. Se trata de honrar a Juan XXIII, el del Vaticano II, pero ¡ojo! pasado por la horma involucionista del otro Juan (Pablo). Y tirando del hilo de los intereses vaticanos, será fácil recordar la rápida canonización de Josemaría Escrivá de Balaguer.

El 17 de junio de 1940 el Boletín Oficial del Estado publica la solicitud de cambio de apellido por parte del futuro santo y sus hermanos, a fin de que pueda oponerse quien tenga algún motivo. La razón que se da es la siguiente: “…por ser corriente en Cataluña y Levante el apellido Escrivá, dando lugar a confusiones molestas y perjudiciales, se unió al apellido el lugar de origen de esta familia, la que es conocida por todos como Escrivá de Balaguer”.

El 25 de enero de 1968 el mismo Boletín da cuenta de la solicitud por Escrivá del título de Marqués de Peralta, a la vez que su hermano Santiago reivindica el de Barón de San Felipe. El hermano no consigue su propósito pero sí Josemaría el 3 de agosto del mismo año.

A lo largo de su vida, aparte de algún título romano, como el de prelado doméstico de Su Santidad, consigue un doctorado honoris causa, un nombramiento de hijo predilecto y dos de hijo adoptivo de tres ciudades españolas, cinco grandes cruces y el mencionado marquesado. Lo que no le impidió escribir en el número 677 de Camino: “Honores, distinciones, títulos… cosas de aire, hinchazones de soberbia, mentiras, nada”. Tenía toda la razón.

Nada de todo eso fue un obstáculo para la canonizarle. Más aún, no se admitió a muchos testigos contrarios –por ejemplo, a Miguel Fisac, colaborador suyo desde los primeros días– y las declaraciones de otros se recusaron alegando que dejaban traslucir “odio”.

En definitiva, es claro que con esa canonización se premiaba a una Obra que había dado mucho dinero al sindicato polaco Solidaridad. Era una cuestión de política vaticana.

¿Qué decir, pues? Es verdad –antes lo hice notar– que la humanidad y los pueblos necesitan historias personales hacia las que mirar, en las que reflejarse. Probablemente, sin embargo, son muy pocas las que puedan señalarse sin objeciones. Si alguien no especializado hace un repaso de los Premios Nobel de la Paz sólo reconocerá algunos de los más recientes. Los otros han sido engullidos por la historia. Y a la vez encontrará a  Teodoro Roosvelt, a Henry Kissinger –el de los salvajes bombardeos de Camboya– a Yasir Arafat… Es decir, apenas existen personas sin tacha y de resonancia universal, Cada nación, cada lugar, cada persona tiene sus propios santos, los que le animan con su fortaleza, le conmueven por su ternura, le empujan con su generosidad. Son los santos familiares, casi siempre anónimos, no necesariamente perfectos pero si atrayentes, poseedores de una irradiación a las que nos acogemos.

José María Valverde lo dejó dicho en un poema titulado “De una vida de santo”: “Fue desconocido y vulgar/ Cuantos le hablaban le olvidaban/ enseguida para quedar/sin darse cuenta otro poco/ más alegres, más en paz”. Para mí Valverde se retrataba a sí mismo, en especial cuando, ante la destitución de Aranguren, García Calvo y Tierno Galván, escribió al primero (él, catedrático de estética) “Nulla estetica sino ethica” y dimitió de su cátedra.

En este sentido el intento eclesial de lanzar al mundo sus figuras estrellas me parece un intento en cierto modo inútil. Nadie va a sentirse más o menos reconfortado en su existencia porque esos dos papas sean elevados a los altares. Por hablar de mí mismo, en mi vida personal ha tenido una gran influencia el que haya existido Juan XXIII, al que he venerado como persona y como pastor. Por el contrario, más bien he sufrido por el pontificado de Juan Pablo II. Mis sentimientos no van a cambiar por el hecho de su canonización.

Pero no querría terminar sin un apunte teológico.  Creo que no las fórmula de la canonización ni la parafernalia que la acompaña hacen justicia a lo que allí se está celebrando. No se trata de la magnificación de unos superhombres dotados de una especial criptonita espiritual. Se trata de dar gracias a Dios que es capaz de sacar generosidad, bondad y ternura de los corazones humanos, tan dados al egoísmo y a la autoconservación. Pero ya san Pablo decía que “llevamos este tesoro en vasos de barro” y el gran teólogo suizo Karl Barth parafraseaba: “Hablo de Dios pero el que habla es un hombre”

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