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Tras un Concilio del Diálogo, ¿un Posconcilio de anatemas?

Se  celebra este año el Cincuenta Aniversario del Concilio Vaticano II, que reunió en Roma a todos los obispos católicos del mundo, a teólogos, auditores y auditoras, y a observadores de otras religiones. Se trata de uno de los acontecimientos religiosos más importante del siglo XX y de uno de los fenómenos más significativos de la historia reciente por las repercusiones que tuvo en los campos de la religión, la cultura, la política y la sociedad.

Pablo VI lo definió como “el concilio del diálogo”. Y eso fue, ciertamente: una asamblea episcopal de primera magnitud que renunció a los anatemas y condenas de los concilios anteriores (Trento y Vaticano I) e inició un proceso de diálogo multilateral. Primero dentro de la iglesia católica, propiciando el encuentro entre diferentes tendencias que lograron ponerse de acuerdo para aprobar las constituciones, las declaraciones y los decretos conciliares. No fue fácil, pero se consiguió, dentro del respeto al pluralismo. El diálogo se produjo también entre las iglesias cristianas con la presencia de observadores y con la potenciación del ecumenismo a partir de la afirmación de Juan XXIII: “Son más las cosas que nos unen que las que nos separan”.

El diálogo se hizo extensivo a las religiones monoteístas hermanas, judaísmo e islam, tantos siglos enfrentadas, recuperando las raíces comunes, y a las religiones orientales, con el reconocimiento de los valores presentes en todas las tradiciones religiosas que conforman un valioso patrimonio ético. Las religiones no cristianas dejaron de ser anatematizadas y fueron reconocidas como caminos de salvación. Se producía así un cambio de paradigma.

El Vaticano II tendió puentes de diálogo con la cultura moderna, de la que tantos siglos estuvo alejada la Iglesia católica. A dicho diálogo dedicó el concilio la Constitución sobre la Iglesia en el mundo actual, hecho inédito en la historia de los concilios. Se hacía realidad el sueño de Juan XXIII al convocar la asamblea ecuménica: entrar en diálogo con la modernidad, que ya no era vista como enemiga del cristianismo, sino como espacio privilegiado en el que vivir la experiencia religiosa liberadora. El nuevo clima de diálogo requería, por parte de la Iglesia, renunciar a la arrogancia y al complejo de superioridad del pasado, ser solidaria con las alegrías y las tristezas de la gente, sobre todo con la gente que sufre, adoptar una actitud de servicio y trabajar por la paz y la justicia con los hombres y mujeres de buena voluntad, más allá de las creencias e increencias.

El concilio marcó el final de la Cristiandad y de todo intento de restaurarla. Puso las bases para la Reforma interna de la Iglesia. Reconoció la autonomía de las realidades temporales, incorporó a la doctrina social de la Iglesia la teoría de los derechos humanos y defendió la libertad religiosa como derecho inalienable de la persona. Afirmó el compromiso por la paz. La intención del concilio no era condenar el mundo moderno, sino abrirse a él en actitud de colaboración. Tampoco quiso definir nuevos dogmas, sino proponer el cristianismo como oferta de sentido a los hombres y mujeres de su tiempo y presentarlo en el lenguaje adecuado para su mejor comprensión.

El Vaticano II hizo el camino del anatema al diálogo, del enfrentamiento al encuentro, del choque a la convivencia, de la actitud anti a la inter. Pero, pasado no mucho tiempo, hubo jerarquías eclesiásticas y organizaciones católicas que se desviaron de ese camino y eligieron el del anatema y de la condena, incluso del propio Vaticano II, de sus promotores y de sus más fieles seguidores, a quienes no tardaron en acusar de herejes y cismáticos, y de negarles, dentro de la Iglesia, los derechos y libertades inherentes a todo ser humano. Pasamos de la “corta primavera eclesial” a la “larga invernada, en certera expresión de Karl Rahner, que dura hasta hoy.

Pero no es oro todo lo que reluce. En el Vaticano II hubo olvidos importantes. Me vienen a la memoria tres: el no reconocimiento de las mujeres como sujetos religiosos, eclesiales, morales y teológicos y su alejamiento de los ministerios ordenados, el mantenimiento de la obligatoriedad del celibato para los sacerdotes y la falta de la centralidad de los pobres como horizonte global del concilio.

Hay que volver al camino del diálogo y del respeto al pluralismo señalado por el concilio y seguido durante los primeros años del posconcilio. La celebración del cincuentenario es una buena oportunidad para ello y puede ayudar a emprender de nuevo aquella senda que nunca debió abandonarse. En esa dirección va el Curso de Verano “El Vaticano II, “concilio del diálogo” que tendrá lugar del 25 al 29 de junio del presenta año en el Palacio de la Magdalena, Santander, sede de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo” Es un Curso internacional, interdisciplinar, intercultural, interreligioso e interétnico. En él intervienen personalidades relevantes del mundo de la cultura, de las religiones, de la Iglesia cristianas y de las diferentes tendencias del catolicismo actual, líderes religiosos, teólogos, teólogas, historiadores, historiadoras, etc.

[Artículo publicado ayer en El País, con el título: El Vaticano II, Concilio del Diálogo; el Posconcilio, ¿tiempo de anatemas?]

Juan José Tamayo es director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones. Universidad Carlos III de Madrid y autor de Invitación a la utopía. Ensayo histórico para tiempos de crisis (Trotta, 2012)

4 comentarios

  • ana rodrigo

    Muy buen apunte, querido Héctor. En cuestión de dogmas, no hay diálogo posible, por eso son y han sido tan inútiles esos encuentros de los líderes religiosos, en los que el anfitrión y “jefe” siempre es el Papa. Ninguna religión va a apearse de su doctrina constitutiva de su esencia y subsistencia.
     
    Pero también es cierto que la mirada hacia otras religiones y hacia la sociedad, yo diría, sin complejos de superioridad o por lo menos, sin desprecio hacia esas otras realidades, fue algo novedoso, por lo menos al principio del Concilio. Pronto apareció el miedo a tanta apertura y el pánico al precipicio, y se empezó a recular antes de finalizar el propio concilio. Después del mismo, ya sabemos lo que pasó.

  • Héctor

    El diálogo sólo puede existir entre iguales o por lo menos entre personas e instituciones que aceptan, respetando al otro como es, con sus convicciones. Otra regla del diálogo es que sea una búsqueda sincera y mutua de la realidad. En el momento en que una de las partes se autodefine como poseedora de  verdades absolutas de las que no se puede dudar las cosa cambian. Los dogmas no admiten diálogo a menos que el diálogo se reduzca a terrenos donde aún nadie se ha pronunciado por medio de dogmas y fundamentalismos intocables.
     
    Supongo que Pablo VI se refería  al diálogo abierto  pero sólo en terreno neutral.  Los concilios por naturaleza representan una vuelta al pasado, a la revelación, a los textos sagrados, a la tradición, a los concilios anteriores, a la infalibilidad a de la iglesia, a las verdades inmutables. Los 18 Concilios de su historia se convocaron principalmente para defender a la iglesia contra los peligros de fuera y contra los males que surgían dentro.  Nicea contra el entorno  arriano, Letrán  contra los Albigenses, Trento contra los protestantes, Vaticano I definiendo la infalibilidad del papa son una muestra.
     
    Juan XXIII  percibió que el mayor peligro para la iglesia era la marcha misma de la historia que iba dejando a la Iglesia atrás.  Esta vez no se trataba de condenar al mundo para salvar a la Iglesia. Se trataba de buscarle a la Iglesia un puesto en el mundo moderno. Para eso hacía falta el diálogo, pero sólo para eso, para buscar seguridades. La fuente de los anatemas y de las condenaciones quedaba intacta, esta seguía siendo la Iglesia de Nicea, de Trento y del Vaticano I. El diálogo suponía sólo un aceptar lo que hay: “ahí estáis vosotros, con vuestros avances tecnológicos, con vuestras decadencias, como sois,  y aquí estoy yo con mis verdades fundamentales y eternas,  como soy”.
     
    En realidad el diálogo del Vaticano II no cambió nada, sólo buscaba una manera más cómoda de convivir eso sí, pero para sobrevivir ante el peligro lo importante son las condenaciones y los anatemas. Nunca había habido tantos teólogos perseguidos como estos últimos años.
     
    Pero seguimos con esperanza mirando hacia adelante, Héctor

  • ana rodrigo

    Desde el punto de vista de los avances sociales, 50 años han supuesto para la sociedad el pasar algo casi como de la época de los picapiedra a la época espacial.
     
    Quiero decir que 50 años después del Vaticano II la Iglesia debería ya, cuando menos, estar ubicada en su tiempo, pero lejos de ello, lo que ha hecho la Jerarquía eclesiástica es volver al Vaticano I o a Trento. Tendríamos que estar ya en un nuevo concilio que superase aquello  que del Vaticano II que ya quedase obsoleto así como avanzar en aquello que se olvidó o no se quiso afrontar como lo que señala Tamayo.
     
    Si ni siquiera se ha puesto en marcha lo teóricamente conseguido o escrito en los documentos del CVII, ¿cómo vamos esperar nada de la jerarquía actual que no sea mirar siempre atrás y cada vez más? Claro que es la tónica general de la mayoría de las grandes religiones, replegarse sobre sí mismas en clave de autodefensa contra la modernidad, contra las otras religiones y contra la sociedad que las rodea. Las minorías poco o nada podemos hacer contra el gigantesco aparato eclesiástico que dirige las diferentes instituciones religiosas.
     
    Y esto nos sitúa en una religión, en este caso la católica, que metida en sus miedos, ausente del mundo, condenadora de todo avance social, científico o técnico, a lo que hay que añadir los graves escándalos internos, nada tiene que hacer en este mundo.
     
    Un mundo que espera liberación y lucha contra las injusticias, y no tanto la búsqueda de consuelo individual, de espiritualismos vacuos, de refugio personalista o de ritos sin sentido. Nada que ver con la vida de su fundador, Jesús, que vivió integrado en su entorno, denunciando y luchando contra la injusticia y siempre a favor de los más desfavorecidos, quitando las escamas acumuladas que desfiguraban la religión en la que él nació, presentando a un Dios que exige justicia y compasión, un Dios a favor de los seres humanos, nunca en contra de su desarrollo y felicidad.

  • Carmen Sarmiento

    Muchísimas gracias. Entra el aire en los pulmones.

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